sábado, 4 de julio de 2009

"ENTRE" Ma. Alejandra Tortorelli

‘ENTRE’


María Alejandra Tortorelli


Del yo al Otro, del Otro —deseo del Otro, mirada del Otro, discurso del otro, (presencia del Otro?)— al yo. Estas direccionalidades se han manifestado ya. Han hecho su recorrido ya. Han ido y han venido. Del Uno al Otro, del Otro al Uno, del Otro al otro. Mientras tanto, en el medio, en este ir y venir, algo llama a pensar e interpela.
“Y”, “Entre”, “Vincular, “Double Bind”, “Agenciamiento Colectivo”, “Multiplicidad”, “Différance”... Las palabras dicen una época, la hablan sin saber. Qué se abre aqui? Qué se anuncia? Y, cómo pensar desde allí?
De lo que se trata es de pensar no lo vincular sino desde lo vincular. La diferencia es fundamental y señala toda una otra distribución, otra geografía. Desde allí, se torna confuso seguir hablando en términos de “relación” o de “inter-subjetividad”. Algo hace ruido allí y obstaculiza. No se trata pues de pensar lo no sabido desde lo ya sabido. Se trata más bien de pensar de nuevo, de dejar venir lo no sabido, de crear nuevos conceptos, de pensar nuevas formas de pensar. Sin garantías. Después de todo, como señala Gilles Deleuze, el pensar no juzga, experimenta. De eso se trata pues.

La mayor dificultad que este pensar desde lo vincular trae —y he allí el desafío—es el hecho de no poder pensarse representacionalmente. Lo vincular, lo “entre”, no puede ser pensado desde el orden de la representación. Pensar desde lo “entre” no admite representación alguna. La misma noción de “entre” no es una noción representacional. “Entre”, apenas una preposición, busca evitar la nominación sustantiva o subjetiva para dar paso a un espacio de producción que, como tal, no admite ni sujeto ni objeto.[i] Dicho de otro modo, lo vincular, lo “entre”, no puede ser pensado en términos de un “algo” para un “alguien”. Lo que esto quiere decir es que lo vincular no puede ser pensado desde “afuera” o desde la posición del sujeto. Lo “entre” como vínculo no tiene lugar por fuera de un sujeto, ni siquiera lo rodea o lo envuelve. No hay los sujetos y el vínculo. No hay tampoco los sujetos posicionados por “fuera” del vínculo. Siendo “el sujeto” producción del vínculo éste está siendo constituido (y destituido, ya lo veremos) en él y no frente a él o por fuera de él. El “sujeto” (si es que algo así puede seguir sosteniéndose) es constituido en el vínculo a la vez que es destituido en y por él. Consecuentemente, lo vincular no puede ser pensado como una “relación” entre sujetos. De allí que tampoco admita un pensamiento de lo “inter-subjetivo”.
Por lo mismo, lo vincular no admite tampoco ser pensado en términos de “uno mismo”. Hay algo interesante aquí en la misma noción de “término”. En rigor, podríamos decir que lo vincular, decididamente, no admite pensar en “términos”; es decir, en elementos aislados o aislables; en elementos individuales. Operatoria, la de aislar un término, que también corresponde a la lógica de la representación, a la lógica del Uno, del Ser y del ser “uno mismo uno”. Lo vincular convoca inevitablemente a pensar otro modo de constituirse y destituirse eso mismo que, bajo la hegemonía del uno, llamamos identidad.
Por todo lo enunciado hasta aquí, sería una redundancia a la vez que una impropiedad hablar de “sujeto vincular”. No hay “sujeto” que no sea ya vincular mas, por ello mismo, por ser ya vincular, no sería estrictamente hablando un “sujeto” si por sujeto se entiende ya sea una posición, una función o un elemento aislable respecto del vínculo. “El sujeto”, si es que ésta noción ha de ser preservada, es vincular, es “entre” y, por ello mismo, rigurosamente hablando, el sujeto no “es”; no “es” en tanto uno individual. De allí todos los nombres que hoy asisten a destituirlo: procesos de subjetivación, agenciamiento colectivo, individuación sin sujeto, etc. Se trata de pensar más acá o más allá del sujeto. Se trata de pensar de nuevo.
Pensar desde lo vincular, desde el “entre”, pone en jaque, a su vez, otro par de conceptos que organizan la lógica del sujeto y del otro. La referencia es a las nociones, solidarias entre sí, de lo propio y de lo ajeno. La propiedad de lo propio, valga la redundancia, y la ajenidad del otro. Lo vincular —y he aquí quizá su mayor desafío— implica destituir lo “propio”, destituir la noción de propiedad de lo propio desde dónde se concibe, a su vez y consecuentemente, la noción de ajenidad del otro. Las nociones de propiedad respecto de uno mismo y de ajenidad respecto del otro parecen desvanecerse o, al menos, mostrarse inútiles a la hora de pensar vincularmente; a menos que las mismas troquen su sentido paradójicamente: la propiedad de lo ajeno y la ajenidad de lo propio.
En la propiedad y en la ajenidad se juegan otra vez cuestiones de espacialidades y distribuciones no inocentes por cierto. Lo propio remite a la interioridad del sí mismo mientras que la ajenidad siempre suele pensarse como viniendo de afuera. Sin embargo, tal como ya lo hemos señalado, no hay la ajenidad el vínculo como exterioridad respecto de la interioridad del sujeto como propiedad o identidad del sí mismo, así como no hay ajenidad del otro respecto de uno mismo. Tampoco hay la ajenidad del vinculo que, se supone, venga a perturbar la identidad o propiedad de un sujeto dado. Si lo vincular exige pensar más acá o más allá del sujeto, tal como lo hemos mencionado, exige a su vez pensar más allá o más acá del binarismo interior/exterior, adentro/afuera, propio/ajeno. Asignación de lugares familiares que le adjudican al afuera todas las extrañezas perturbadoras de un adentro, una interioridad, una propiedad supuestamente inalienables. (Tortorelli, M., 2002 y Tortorelli M., 2003)
Lo que pueda concebirse como “propio”, como aquello que, se supone, “me” es “propio”, está ya trazado de “ajenidades”. Pensar-“me” desde la producción del “entre” implica reconocer que no hay “si mismo” que no esté ya trazado por un proceso de diferenciación. Dicho de otro modo, “uno” “llega” a “ser uno mismo” —ninguna de estas palabras cumplen lo que enuncian— a través de un proceso de diferenciación, de un entre, de un diferimiento, un través, un desvío si se quiere, que, por la misma razón, no permite que “uno” “llegue” ni que llegue a “sí mismo” ni a “ser” “uno mismo”. “Uno” nunca “es” ni nunca es “uno”. En un pensamiento del devenir, y no del ser; de la producción y no del producto; de lo vincular y no del sujeto, “uno”, (que no es tal), se está constituyendo (y destituyendo) indefectiblemente a través de. No se es primero “uno”, “uno mismo” para luego, entonces, diferenciarse del “otro”, un “otro sí mismo”. Esto no es posible. A poco que se lo piensa se reconocerá su obviedad. “Uno” (que ya no es tal) se constituye (y por ello mismo se destituye) a partir de este proceso de diferenciación. Desde este proceso de diferenciación, desde este “entre”, “uno” ya no es “uno” y el “otro” tampoco lo es respecto de “uno”. Lo “ajeno”, entonces, no es ajeno ni lo “propio” propio. Lo “ajeno” es tan “propio” tanto como lo “propio” es “ajeno”. De allí la paradójica expresión la “propiedad de lo ajeno” y la ”ajenidad de lo propio”. Y si esto parece poner en peligro la autonomía del sí mismo, es que se ha comprendido bien: No hay autonomía para el sujeto. Sólo se es en heteronomía.(Derrida J., 1996) La heteronomía es radical. Uno no es en sí mismo ni consigo mismo: Todas figuras de la identidad identitaria, valga la redundancia. Se es, más bien, a través de la diferencia: La identidad como efecto de un proceso de diferenciación, de diferimiento; la identidad diferida. Allí donde el prefijo auto- remite al sí mismo, al movimiento de volver sobre sí; el prefijo hetero-, por el contrario, refiere no sólo a lo otro sino, más radicalmente, a lo que no vuelve sobre si ni a si mismo. Tampoco dialécticamente, donde el “fuera de sí”, el desvío a través del otro, conduce o reconduce al “para si”, retorna a sí. Diferir, por el contrario, es el movimiento de este desvío —différance— que ya no conduce o reconduce a ningún “si mismo”. No habiendo partido de alli sino del “entre” —o del medio: “la cosas sólo empiezan a vivir por el medio”, dice Deleuze— cómo habría de ser posible retornar a “allí”? Qué “allí” sería ese? (Deleuze G., 1980, p.65) La heteronomía sólo conduce a la heteronomía, el diferir al diferir, el entre al entre. Ningún sujeto, ningún elemento aislable, ni al principio ni al final.
No es otra cosa lo que insiste una y otra vez en Derrida cuando pregunta: qué es lo propio de una cultura? qué es lo propio del hombre? y nos interroga en lo que, se supone, nos es más propio. Las preguntas parecen obvias y, sin embargo, perturban, dan a pensar. “(...) Lo propio de una cultura —nos dice Jacques Derrida— es no ser idéntica a si misma. No el no tener identidad, sino no poder identificarse, decir “yo”, “nosotros”, no poder tomar la forma del sujeto más que en la no-identidad consigo o, si ustedes prefieren, en la diferencia consigo. No hay cultura o identidad cultural sin esa diferencia consigo. Sintaxis extraña y un poco violenta: “consigo” (avec soi) quiere decir también “en su casa”. En este caso la diferencia de si, lo que difiere y se separa de si mismo, sería también diferencia (de sí) consigo, diferencia a la vez interna e irreductible al “en su casa”. Esta diferencia reuniría y dividiría también irreductiblemente el hogar del “en su casa”. En realidad, no lo reuniría poniéndolo en relación con él mismo, más que en la medida en que lo abriese a esa separación.”(Derrida, J. 1990, p.17)
En cuanto al hombre, pregunta Derrida: “Pero qué es eso propio del hombre? Por una parte es aquello cuya posibilidad hay que pensar antes del hombre y fuera de él. El hombre se deja anunciar a sí mismo a partir de la suplementariedad que, por tanto, no es atributo, accidental o esencial del hombre. Pues, por otra parte, la suplementariedad que no es nada, ni una presencia, ni una ausencia, no es ni una sustancia ni una esencia del hombre. Es precisamente el juego de la presencia y de la ausencia, la apertura de ese juego que ningún concepto de la metafísica o de la ontología puede comprender. Por lo cual, eso propio del hombre no es lo propio del hombre: es la dislocación misma de lo propio en general, la imposibilidad —y por ende el deseo— de la proximidad consigo; la imposibilidad y por ende el deseo de la presencia pura. Que la suplentariedad no sea lo propio del hombre, no significa solamente y de manera tan radical que no sea algo propio; sino también que su juego precede a lo que se llama el hombre y se extiende fuera de él. El hombre no se llama el hombre sino dibujando límites que excluyan a su otro del juego de la suplementariedad: la pureza de la naturaleza, de la animalidad, de la primitividad, de la infancia, de la locura, de la divinidad. La aproximación a esos límites es a la vez temida como una amenaza de muerte y deseada como acceso a la vida sin diferæncia. La historia del hombre que se llama el hombre es la articulación de todos esos límites entre sí.” (Derrida, J. 1967, p. 307)
Nada es inmediatamente. Nada está dado en la plenitud de la presencia, o en la identidad entendida como inmediatez de uno consigo mismo. Nadie puede decir “Yo soy” y concordar consigo mismo sin haber pasado ya por un proceso o movimiento de diferenciación con otro que, a su vez, tampoco es en sí mismo. El hecho mismo de que deseemos ser uno da la pauta de que no lo somos. Mas, por qué habríamos de desearlo? En favor de qué modelo de subjetividad?
No hay inmediatez en el sí mismo, tampoco retorno. Cuando Derrida habla del movimiento de la différance, cuando afirma que lo “propio de una cultura es no ser idéntica a sí misma”, o cuando señala los limites, las fronteras que nos trazan diferenciándonos para sólo entonces poder ser llamados “hombres” y no animales, ni divinidades, ni naturaleza, lo que está marcando, una y otra vez, es el desvío, el detour, la heteronomía, que “nos” conduce a “nosotros mismos” sólo desviándonos. Cuando Derrida señala no la negación de la identidad sino su carácter infinitamente diferencial, lo que está mostrando es que no hay uno consigo mismo sin que la supuesta ajenidad del otro no haya intervenido ya desde el principio y hasta el fin. A la identidad de “uno consigo mismo” no se llega, nunca. La identidad es un proceso de diferenciación que no termina y que perturba a la vez que constituye. De allí el tercer sentido de différance como diferendo: pólemos, guerra, conflicto.(Derrida J., 1968) La identidad es conflicto y el conflicto no puede eliminarse aboliendo la diferencia a favor de la identidad de uno consigo mismo. Hace falta decirlo?.
La tarea no es sencilla y perturba profundamente nuestro pensar de la identidad, del sí mismo, de la propiedad de lo propio y de las respectivas asignaciones, distribuciones y lugares que esta lógica implica. La tarea no es sencilla pero es urgente. Y lo es en más de un sentido. Si hasta aquí hemos pensado la diferencia a partir de la identidad, de lo que se trata ahora es de pensar la identidad a partir de la diferencia.
Pero seamos cautelosos e insistamos. Enunciaciones como las de Derrida suelen interpretarse apocalípticamente y abismalmente como si anunciaran el fin de la identidad. Tal es, por lo general, la primera reacción. Sin embargo, el mismo Derrida es contundente cuando afirma que “no se trata de no tener identidad”, de negarla o desecharla, sino más bien de destituirla en su pretensión de propiedad e individualidad señalando su “naturaleza” indefectiblemente diferencial. He allí la dificultad y lo no pensado aún. Y he allí lo urgente.
Lo vincular llama a la diferencia —a ese “entre”— al seno mismo de la identidad. Lo vincular, ese “entre” en el origen, nos recuerda que ser-con (Mitsein) es más originario que ser uno. (Heidegger M, 1927, p.149) Que tal fenómeno se haya visto eclipsado por la hegemonía del sujeto, la ambición del sí mismo y las lógicas y éticas respectivas de la propiedad y la individualidad es manifestación de una época y no estatuto de una esencia irreversible.

Todo pensar despliega una geografía, da (a) lugar. Hemos mencionado al principio que lo vincular como espaciamiento de producción entre no admitía ser representado. Ciertamente, tal imposibilidad se presenta como el mayor desafío. La misma imposibilidad indica, a su vez, que no podemos apelar a un concepto, una definición o un término (elemento aislable o aislado) que dé cuenta de qué cosa es lo vincular. Lo vincular, lo “entre”, justamente como espaciamiento de producción no responde a la abstracción de un concepto, ni a su idealidad. La espacialidad o lo que hemos llamado “espaciamiento”, para recalcar su carácter verbal y de producción, se vuelve clave aquí y exige una vez más una transformación del pensar.
Si diésemos una definición de este espaciamiento, si describiésemos sus propiedades (lo propio de este espacio) estaríamos universalizando su manifestación y estaríamos, a la vez, apropiándonos del fenómeno representacionalmente; es decir, no sólo como si lo viésemos desde afuera sino como si éste estuviese ya dado, dado allí a la percepción. Pero, la noción de espaciamiento y de producción indican justamente que eso no es posible. Este espaciamiento “entre” ni esta dado ni está en exterioridad respecto de un sujeto que lo contempla desde afuera.
Desafortunadamente no podemos profundizar aquí en el tema de la espacialidad pero nótese que, tradicionalmente, de Platón a Hegel, el pensar de Occidente ha valorado la invisibilidad de las esencias o la abstracción de los conceptos, la idealidad y la universalidad en detrimento de la visibilidad de las imágenes, la corporeidad y la singularidad. Un tanto esquemáticamente y no sin humor, podría decirse que el pensamiento contemporáneo ha preferido como bicho filosófico el paso rastrero de la garrapata a la visión cenital del búho de Minerva. Ha cambido trascendencia por inmanencia, abstracción por topología, historia por geografía. Ha abandonado el uno en favor de las multiplicidades heterogéneas. Como señala Marcus Doel, profesor del Departamento de Geografía de la Universidad de Loughborough, en específica referencia a Gilles Deleuze y Jacques Derrida, hoy “las bases de la espacialización postestructuralista pueden ser establecidas de manera simple: el elemento mínimo no es el encerrado y polarizado punto sino el pliegue abierto, no un Uno dado sino una relación diferencial, no un “es” sino un “y”. (Doel M., 2000, p.126) “Entre”, bien podríamos agregar.
Así, y a pesar de lo aparentemente estático, el espaciamiento de producción “entre” bien podría analogarse al trazado de una línea, una linde, una frontera o al de una pared concibiendo a ambos fenómenos justamente como fenómenos diferenciales de espaciamiento o de producción espacial y no como espacios dados factibles de ser representados.
Los dos fenómenos, la línea y la pared, aparentemente simples (no divisibles, uno) y estáticos en su constitución, son fenómenos espaciales de “producción diferencial”. Nada hay de simple ni de estático en ellos. Producen espacio, dan a lugar, sin ser ellos mismos “un” lugar o un espacio dados.
Veamos la línea. En rigor, si pensamos detenidamente, si prestamos atención a la producción y no al producto, si somos el trazo y no lo que mira, nos daremos cuenta que una línea nunca es “una” línea. Una línea, inevitablemente, se divide en el mismo trazado. “Una” línea “es”, si se quiere, doble borde. Una herida. Nunca hay, no puede haber, “una” línea, “una” frontera, “una” linde, indivisible. De allí su pólemos. Una frontera siempre es, desde su trazado, doble borde, doble vínculo, double-bind, en el origen. La indivisibilidad de la línea, suponer —y no sin consecuencias— que es “una”, sólo es efecto de la idealidad de un concepto —“la línea”— pero no de la producción de su trazado, su materialidad, su geografía. En su trazado, nunca hace una. Abre otra experiencia de espaciamiento que la abstracción del concepto no da. Abre otra lógica, una lógica (a)lógica. Dice Derrida al respecto: “Una línea indivisible. Ahora bien, siempre se da por supuesta la institución de semejante indivisibilidad. La aduana, la policía, el visado o el pasaporte, la identidad del pasajero, todo ello se establece a partir de esa institución de lo indivisible. Y por consiguiente del paso que tiene que ver con ella, tanto si se la franquea como si no se la franquea. Consecuencia: allí donde la figura del paso no se doble a la intuición, allí donde se ve comprometida la identidad o la indivisibilidad de una línea, la identidad consigo mismo y, por lo tanto, la posible identificación de una linde intangible, el pasar la línea se convierte en un problema. Hay problema desde el momento en que la línea de la linde se ve amenazada. Ahora bien, ésta se ve amenazada desde su primer trazado. Éste no puede instaurarla sino dividiéndola intrínsecamente en dos bordes. Hay problema desde el momento en que esa división intrínseca divide la relación consigo misma de la frontera y, por consiguiente, el ser-uno-mismo, la identidad o la ipseidad de lo que sea.”(Derrida J., 1996, p.29)
No hay resolución del conflicto para este pólemos. Negarlo no hace más que avivarlo. Siempre estamos siendo trazados: el visado, el pasaporte, los procedimientos varios de identidad, de identificación. Damos por sentada la institución de semejante identidad, como si ésta fuera dada y fuera “una” consigo misma. Y, sin embargo, cuánto más dada se supone más se agita el conflicto. Las fronteras no distribuyen identidades dadas. Su trazado las produce; mas, por ello mismo, las abre en el mismo trazado, las abre al otro inevitable, al otro lado de la frontera. Las difiere. No hay “una” frontera así como no hay “una” identidad. La identidad no es identitaria, es diferida. La línea, la frontera no es indivisible, la identidad en ella trazada tampoco. No hay identidad sin difrencia. No hay identidad sin pólemos. Querer simplificar, hacer simple, hacer uno ese fenómeno sólo trae más violencia. Nada más simple que la línea y sin embargo... “Tenemos tantas líneas enmarañadas como una mano. Somos tan complicados como una mano.” (Deleuze G., 1980, p.142)
El otro trazado, el de la pared, muestra quizá más claramente cómo, contrario a lo que solemos pensar, no hay espacio sin trazado; es decir, sin la inscripción de una diferencia. Dicho de otro modo, el trazado no se inscribe en un espacio primeramente dado. Pues qué sería ese espacio, pues? Es más bien la inscripción, el trazado, la traza lo que abre, hace espacio, “espacía”. Así, una pared, algo tan simple como eso, pone en evidencia más claramente cómo el espacio es efecto de una diferencia; es decir, cómo “el espacio es diferencial y no un fenómeno unificador”, como señala Marcus Doel. (Doel M., 2000, p.129) La pared así considerada, dinámicamente, en lo que traza, en lo que produce y no como una cosa dada en un espacio dado es, por decirlo de algún modo, espaciante.
Como con la línea, también podría preguntarse ciertamente si una pared es efectivamente “una” y si, como tal, divide el adentro del afuera, lo interior de lo exterior. Esta claro que una pared tiene inevitablemente dos caras, pero dos caras no como dos unidades separables (pensamiento de la identidad y del uno) sino como “dos” bordes que no hacen uno y que, tampoco, son “dos” en el sentido del “uno más uno”. Es la pared en su trazado, la que constituye un adentro y un afuera. La pared, más que espacio, es espaciante: Sin ser ella misma un espacio determinado —no es ni adentro ni afuera, es adentro y es afuera, a la vez; es exterior e interior, a la vez— produce espaciamiento.
Constituye, a la vez, el adentro y el afuera, lo interior y lo exterior. Mas es éste “a la vez” lo que tiene que ser pensado en su diferencia irreductible, diferencialmente y no representacionalmente.
Lo exterior y lo interior no preceden a la pared. No es primero lo exterior y lo interior, constituídos en sí mismos y, luego, la pared como diferencia entre los dos. Se ve claramente, y no podría ser de otro modo, que sin pared (sin “entre”) no hay lo interior ni lo exterior. Pero, justamente, por ello mismo, ni lo interior ni lo exterior son y se constituyen en sí mismos para luego, eventualmente, diferenciarse sino que, en rigor, son a partir de la diferencia. Interior y exterior son efecto de la pared, de la diferencia, del entre. No hay exterior ni interior sin pared; es decir, sin diferencia. Pero, entonces, la diferencia (que no es algo) precede, es condición. He aqui lo que perturba al pensar. Que la diferencia sea, por decirlo de algún modo, primera. Pero, diferencia entre qué y qué? Preguntará un pensar identitario, esperando lógicamente que la identidad preceda a la diferencia, como es debido. “Entre nada”, contestará un pensar diferencial. La identidad es efecto de la diferencia así como lo es el espacio.
Se entenderá ahora porque lo interior no se opone, entonces, a lo exterior así como tampoco lo exterior se opone a lo interior. Interior y exterior no son oponibles justamente porque no son en sí mismos, porque no son cada uno “uno”, por separado, aislables. Interior y exterior no pueden ser concebidos por separado. No hay uno sin el otro. No son lo mismo, son diferentes en el sentido en que “uno”, que no es tal, es lo diferido del otro, no su opuesto; y viceversa (double-bind). Exterior e interior se constituyen en la diferencia y no en la identidad consigo mismo.
Es necesario dar un paso más, aún. La consecuencia inmediata e irreductible de este movimiento de la diferencia, de la différance, del diferir, es que lo “interior” y lo “exterior” concebidos desde el “entre”, desde la pared son, por ello mismo, instituidos y destituidos a la vez. Es decir, ninguno es en si mismo. Ni es tampoco afectado por el otro como si éste viniese del exterior a amenazarlo. Los dos, (que no son dos unidades sino dos bordes), se instituyen a la vez que se destituyen inevitablemente desde la diferencia, desde el diferir. Ninguno cierra sobre si. Ninguno es en “si mismo”. El “sí mismo” está destituido. Así, si lo exterior perturba a lo interior es porque, paradójicamente lo interior está hecho, por decirlo de algún modo, de exterioridad y viceversa. (La ajenidad de lo propio, la propiedad de lo ajeno, decíamos en otro momento.)
La línea y la pared, los trazados y las lindes, las fronteras y los bordes, los “entres”, los medios, las “y” muestran y ponen en evidencia, la imposibilidad del si mismo y de la ajenidad del otro concebidos independientemente o en relación de exterioridad, uno respecto del otro. Muestran que el otro no viene a perturbar “me” desde el exterior de “mi mismo”. Lo perturbable, en todo caso, es la identidad. Mas, su perturbación no es accidental, es constitutiva y, por ello mismo, sin resolución. Como dice Derrida, “la línea se ve amenazada desde su “propio” trazado”. No hay identidad sin riesgo, sin peligro, sin “amenaza” de alteridad. La identidad, como la frontera, como la pared, se divide en su mismo trazado. La identidad no es un fenómeno de unidad; es diferencial y tiene al otro como co-institutivo (y des-titutivo, a la vez).
Luego, si la alteridad, la ajenidad, la extranjeridad, sigue siendo pensada como “ajenidad del otro” poco se ha logrado aqui en términos de vincularidad o de diferencia constitutiva. Pues, desde dónde —y desde dónde? es siempre la pregunta— puede pensarse “la ajenidad del otro” sino es desde “la propiedad, la mismidad del si mismo”? La expresión “la ajenidad del otro” habla todavía desde un sujeto que le da la bienvenida hospitalaria al otro como si ésta hospitalidad fuese un acto decisorio de su buena conciencia. Asi concebido, el otro sigue siendo prescindible, eventual, exterior, ajeno y la hospitalidad condicionada por la propiedad de un “en casa” propio, valga la redundacia, sea éste “en casa” un Estado, una Nación, una familia, o la identidad de uno mismo.
Habrá que pensar, y es urgente, una hospitalidad incondicionada tal como la propone Jacques Derrida.(Derrida J., 1997) Ésta no puede ser pensada “desde” la identidad propia, ni desde la propiedad de lo propio; sea la de una nación que da acogida al extranjero, sea la de un “en casa” que recibe a un huésped, sea la de uno que recibe a otro, sea, aún, la de un encuentro. Se trata más bien de pensar la hospitalidad incondicionada como una doble acogida, donde el anfitrión deviene huésped del huésped, donde “quien recibe” es tan arribante como ”aquel que, se supone, llega”. En el acontecimiento de la hospitalidad no hay propiedades que distribuir, hay más bien un constituirse y destituirse, a la vez e inevitablemente. No es la madre la que recibe al niño. Es el nacimiento lo que recibe a ambos. El nacimiento no es sólo del niño, en el sentido de que no le pertenece a él, no es lo propio “de” él en tanto “recién nacido”. Lo “recién nacido”, lo “arribante” —como lo llama Derrida a aquello que viene, a aquello por-venir— acontece a ambos instituyéndolos y destituyéndolos en la pretensión de ser uno mismo, de ser el anfitrión, el dueño de casa.(Derrida J. 1996)
Es urgente que la lógica del uno dé lugar a una geografía del “Y” o del “entre”. Deleuze es otro trazado de esta hospitalidad incondicionada. Tan sencillas como la pared y la línea son la “Y” y el “entre”. Tan sencillas y tan revolucionarias a la vez. Dice Deleuze de la “Y” y de la doble captura: “Un bloque de devenir ya no es de nadie sino que está “entre” todo el mundo (...) hacer pasar un bloque de devenir entre dos personas, producir todos los fenómenos de doble captura, mostrar que la conjunción “Y” no es ni una reunión, ni una yuxtaposición, sino el nacimiento de un tartamudeo, el trazado de una línea quebrada que parte siempre en dirección adyacente, una línea de fuga activa y creadora ...Y. .Y.. .Y” (Deleuze G.,1977, p.14) Dice Deleuze del “entre”: “‘Entre’ las cosas no designa una relación localizable que va de la una a la otra y recíprocamente, sino una dirección perpendicular, un movimiento transversal que arrastra a la una y la otra, arroyo sin principio ni fin que socava las dos orillas y adquiere velocidad en el medio.” (Deleuze G., 1980, p.29) No hay “entre”, no hay vínculo y, consecuentemente, tampoco identidad, sin este “arrastre”, sin esta destitución, esta perturbación y esta deriva.
Habrá que pensar, así, una dinámica de lo vincular o, mejor aún, pensar lo vincular dinámicamente, diferencialmente. Prestarle una “nomadología” como diría Gilles Deleuze.(Deleuze G., 1980) Los elementos aislados, los términos de una relación — el “yo” y el “otro”—, los lugares asignados, las distribuciones: interioridad y exterioridad, las propiedades y las ajenidades, no abren acceso a un pensar desde lo vincular, más bien lo obstaculizan. Proponer —no para adherir sino para experimentar— nociones como “agenciamiento colectivo”, “individuación sin sujeto”, “movimiento de la différance”, “y”, “entre”, etc.— invitan a pensar no “lo” vincular sino, más radicalmente, desde lo vincular.


[ii]
Bibliografía




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Deleuze G., Parnet C., (1977) Diálogos, Valencia, Pre-Textos, 1980
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Derrida J., (1968) “Différance”, Margins of Philosophy, Chicago, University of Chicago Press, 1982
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Tortorelli M., (2002) “Lo Arribante, Lo Por-venir”, Jornadas de “Adopción y Fertilización Asisitida”, ApdeBA, 12 Septiembre 2002
Tortorelli M., (2003) “Ethos: La Morada de lo Propio”, Terceras Jornadas de “Adopción y Fertilización Asistida”, ApdeBA, 30 Mayo 2003
[i] “Entre” recuerda la invención de Winnicott. Cuando Winnnicott dice “transicional” inventa un concepto. El mismo exige un otro modo de pensar. “Transicional”, justamente, no es representacional y como tal desafía toda una lógica. Lo transicional, sea un espacio, un fenómeno o un “objeto”, exige evitar las polarizaciones —adentro, afuera; yo no-yo— para “dar” lugar. Como el “entre” —una simple alusión— lo transicional, en su “ir y venir” tampoco admite localización ni apropiación alguna. Lo transicional no es “de” uno ni es “del” otro, ni puede ser pensado desde uno u otro término de la relación.

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