JORNADA DE LA AAPPG - 2003
LA FUNCIÓN DEL ANALISTA EN LA CLINICA DE LAS REDES
Susana Matus,
María Cristina Rojas
Introducción
Desde hace un tiempo venimos trabajando en lo que denominamos una clínica de las redes, a la que caracterizábamos, en un trabajo anterior, como una modalidad clínica que “permite la circulación por distintos encuadres, pertinente a cada consulta y generada en la actitud reflexiva del analista en relación con los aconteceres impredictibles y singulares que cada tratamiento ofrece….Una clínica de las redes se fundamenta en una concepción del vínculo humano como sede privilegiada del apuntalamiento permanente del psiquismo; tendemos por ello, a conformar, cuando no los hubiere, lazos de apuntalamiento, a menudo en déficit en nuestra sociedad actual. Esto introduce en el operar psicoanalítico prácticas tendientes a la conformación de redes, no restringidas de modo exclusivo al ámbito de lo familiar, sino extensivas a otros posibles circuitos sociales de pertenencia y referencia”. (Matus, Rojas, 2000) Perspectiva clínica cuyos rasgos hemos comenzado a delinear en trabajos posteriores: nos referimos a cuestiones como singularidad, co-construcción, consideración de la emergencia novedosa, enfoque situacional, la indicación como construcción en transferencia, constitución de redes intra e interdisciplinarias, actualizaciones de las ideas sobre transferencia. (Rojas, 2002)
Desde este punto de vista, tanto las transformaciones de un pensamiento científico que flexibiliza y da movilidad a las fronteras entre disciplinas, como los requerimientos de nuevas formas clínicas, dieron lugar a la necesidad de repensar diversas temáticas de la teoría psicoanalítica, tales como lo inconsciente, el sujeto del inconsciente, Edipo, transferencia y repetición, entre otras.
En este trabajo intentaremos desarrollar algunas concepciones acerca de la función del analista en una clínica de las redes. Cuestión que, pensamos, constituye un nudo problemático donde se entraman nuestra práctica y los modos en que el pensamiento de la
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complejidad y otras concepciones filosóficas han atravesado la teoría psicoanalítica, sobre todo desde la perspectiva vincular.
El analista
¿De qué modo caracterizamos desde esta nueva visión clínica a la función analítica? Pensamos un analista implicado, abstinente pero no neutral, en presencia y co-constructor en su accionar terapéutico; habilitante de legalidades múltiples y situacionales, todo lo cual conlleva la creación de nuevas posibilidades y el armado de tramas donde lo histórico se entreteje en emergencias novedosas.
Un analista en implicación:
Partimos de pensar al analista en la situación clínica como un sujeto, es decir, no totalmente abarcado por los objetos transferidos, desde este enfoque el analista es, para el paciente, también un “otro”. Partimos, asimismo, de la concepción de un sujeto entramado en redes, donde se configuran las condiciones socio-históricas, intersubjetivas y subjetivas. Sujeto múltiple y multidimensional, en el que emergen diferentes facetas, ya que se constituye de formas diversas en distintas situaciones y pertenencias.
A nuestro modo de ver, la simultaneidad de producción del sujeto del inconsciente y del sujeto del grupo, propia de los desarrollos de Kaës, converge con el modo en que el pensamiento de la complejidad, entre otros aportes, nos ha ido llevando a reformular nuestra posición como analistas. Dice este autor: “la genealogía es indisociable de una forma fundamental del espacio humano, simultáneamente psíquico, social y cultural”…“La noción de polifonía del discurso… implica la concepción de un sujeto formado y trabajado en la interdiscursividad…el sujeto del inconsciente se construye en los puntos de anudamiento de las voces, de las palabras y de las palabras habladas de los otros, de más de un otro…El sujeto del inconsciente….intento sostener, está doblemente dividido…entre el cumplimiento de su deseo inconsciente y las defensas inconscientes que se le oponen, y dividido también entre las exigencias de consumar las alianzas inconscientes (a causa de su inscripción en la red de sus vínculos intersubjetivos) y de ser para sí mismo su propio fin” (Kaës, 2002 )
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El sujeto concebido como organización abierta y compleja va transformándose y generando emergencias novedosas en intercambio constante con el medio y los otros, lo cual implica la productividad de los encuentros intersubjetivos y de los cambios sociales, que al desestabilizar activan el proceso autoorganizador.
Si entendemos entonces al analista como sujeto complejo en situación, diremos que éste pone en juego en la situación clínica, de modo inevitable, las diferentes dimensiones de su subjetividad, en excedencia respecto de su “ir siendo” terapeuta; se despliega, pues, como sujeto social y sujeto del vínculo, como sujeto responsable, político, histórico, ético, etc. Así, su “estar-con-otro”, entramado en la situación clínica, otorga a ésta una eficacia subjetivante no solamente para el paciente, también para el propio analista, copartícipe.
Ahora bien, fue el haber trabajado intensamente en situaciones en las que el contexto deriva en texto lo que nos llevó a advertir la importancia de la idea de implicación que la teoría de Loureau toma para las situaciones institucionales y G. Ventrici ha trabajado con anterioridad (Ventrici, 2000) al señalar que la idea de implicación suplementa el concepto clásico de transferencia/ contratransferencia. Planteamos que esa implicación es ineludible, más allá de que en ciertos momentos, en relación con la vigencia del pensamiento moderno que separaba al sujeto del objeto y el contexto, ello fuera invisible para una práctica psicoanalítica consonante con el mismo.
Si bien la implicación desde el primer enfoque institucional ha aparecido como obstáculo para la tarea analítica, con Ventrici y Zadunaisky comenzamos a reformular esta cuestión; pensamos entonces que en ciertas condiciones la implicación puede constituirse en motor y, señalamos, esto se daría cuando se pone en juego una “función testimonial”. Decíamos entonces: “Pensamos que la implicación pone en juego una función testimonial que supone necesariamente la presencia y el reconocimiento de otros, con los cuales armamos redes que permiten sostenernos en la subjetivación” (Matus, Rojas, Ventrici, Zadunaisky, 2002) Quisiéramos hoy destacar que, en esa paradoja motor/ obstáculo que bien conoce el Psicoanálisis desde la fundación misma del concepto de transferencia, la implicación otorga eficacia a la situación clínica, y nos lleva a concentrar nuestra atención en aquellas condiciones que pueden habilitar el pasaje desde un involucrarse que obtura el accionar del analista, a una práctica transformadora en implicación.
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En relación con esto, retomamos en primer término la mencionada función testimonial del analista.
Tal como una de nosotras ha planteado en un trabajo anterior, (Matus, 2002), no podemos dejar de recorrer para pensar la función testimonial, las conceptualizaciones que Giorgio Agamben realiza revisando las historias de los sobrevivientes de Awschvitz. Este autor cuando retoma los recuerdos de los sobrevivientes cumple con lo que Najmanovich denomina una función historizante1, en tanto logra producir en el lector una suerte de resignificación de los relatos míticos que cada uno ha vivido.
Primo Levi, citado por Agamben (2000), es quien cuenta que los sobrevivientes viven para poder dar testimonio, esto es, para poder transmitir a los otros del conjunto social un relato acerca de algo que no debió haber ocurrido. Relato que si faltara no nos permitiría hoy intentar simbolizar estas cuestiones. Relato que ayuda a los sobrevivientes, y a todos nosotros, a bordear aquello insemantizable del trauma social que insiste buscando encontrar un sentido para reconstruir el tejido social destruido.
Entonces, si la función historizante supone el testimonio de una narración por delegación, una narración a partir de lagunas, en otros términos, un modo de soportar la falta capaz de producir acontecimiento, significaciones inéditas para el conjunto, ¿cómo se entraman historia y testimonio con la función del analista en una clínica de las redes?
Diremos que, transferencia e implicación mediante, el analista juega un papel en la escena misma, o más bien va jugando papeles, construidos en la propia situación, con los otros. Despliega y construye posiciones que le permiten armar relatos y rellenar lagunas frente a lo insemantizable, a la par que promover el armado de tramas vinculares novedosas. Se trata pues de crear condiciones para la enunciación creativa, subjetivante. Para ello, se va constituyendo la piel de la situación, el dispositivo opera, la abstinencia abre, se generan condiciones de apuntalamiento en ese tiempo/ espacio con otros, contrapuesto al aislamiento.
1 Sostiene Denise Najmanovich acerca del historizar: “no es una propiedad pasiva de un sujeto abstracto, sino una función activa de una subjetividad encarnada en el espacio tiempo. Es necesario pensar en una función historizante : la capacidad humana de dar sentido al pasado sumergiéndose en los meandros de la memoria, dialogando con restos arqueológicos que nos llegó de un tiempo anterior, que no puede ser revisado más que por inferencias, hilando indicios y tejiendo historias, desde un hoy ineludible para el historiador”. (D. Najmanovich)
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Un analista desde la perspectiva de una clínica de las redes no es el mero testigo de una escena, cumple en cambio con una función que, extendiendo el término, podemos también denominar testimonial, y que no reducimos a la clínica del trauma, si bien es a partir de ella que vamos produciendo esta conceptualización. Diremos pues que la función historizante es tal si tiene valor de testimonio y ello sólo es posible concibiendo la función analítica en implicación. Esto supone, además, la consideración de las condiciones sociales propias de la situación clínica; de tal modo, el analista interviene en un más allá de las formaciones del inconsciente del sujeto, en sus vínculos y en sus pertenencias sociales al mismo tiempo.
En segundo lugar, señalaremos que la implicación requiere ser trabajada en redes intra e interdisciplinarias, integradas por esos otros que sustentan lo que hemos llamado testimonio. Es en aquellos casos que atraviesan situaciones de gravedad o resultan de difícil acceso terapéutico donde aumenta el requerimiento de dicho trabajo elaborativo habilitado por la conformación de equipos profesionales. Dicho de otro modo, cuando rige una “economía transferencial”2 se incrementa la importancia de la red profesional reflexiva y de sostén.
En tercer lugar consideramos que la vigencia plena de la regla de abstinencia constituye otro de los pilares que sustentan y posibilitan la operación analítica en implicación. Caracterizamos en un trabajo anterior a la abstinencia como una limitación no renunciable a la que ha de adecuarse todo analista, reconociendo en cambio las dimensiones ideológicas inconscientes que no pueden soslayarse y operan en nuestra escucha e intervención. (Matus, Rojas, 2000)
Pensamos que transferencia implica abstinencia pero no neutralidad. Podríamos decir que la abstinencia constituye el modo en que se formula un aspecto del “pacto denegativo” entre
2“Es preciso en ocasiones -nos referimos a cierta índole de patologías severas con escasa disponibilidad a la transferencia- que el analista pueda sostener por sí solo, durante un tiempo en general limitado, la alternancia o simultaneidad de distintas situaciones clínicas individuales o vinculares, en tanto se hace necesario instrumentar una suerte de "economía transferencial". Se trata por ejemplo de grupos familiares que tienen dificultad para investir al terapeuta o sustentar diferentes transferencias simultáneas. "Economía transferencial" supone entonces un monto de energía desligada que, de modo inicialmente precario, quizá luego con masividad, logra fijarse en un determinado objeto-analista que sólo puede en un comienzo actuar como único. Una de las transformaciones posibles ligadas al devenir de la cura es la apertura y diversificación de los procesos de investidura y por ende, de la disposición a transferir. (Matus, Rojas, 2000)
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paciente y analista, en relación a poner en juego la renuncia pulsional, esto es, no tomar al otro como objeto de goce. Tal vez la idea de neutralidad, predominante dentro de algunas corrientes psicoanalíticas, fue un modo epocal de definir la abstinencia, correlativo a la noción de objetividad que impregnó los paradigmas modernos; ésta supone la separación entre el sujeto y el objeto del conocimiento. Cuestión paradojal dentro del psicoanálisis postfreudiano, si pensamos que al señalar a través del concepto de transferencia la implicancia subjetiva del psicoanalista, la teoría psicoanalítica se anticipó a la reformulación del concepto de objetividad en términos de objetivación -proceso constructivo del saber, en el cual sujeto y condiciones sociales no se hallan jamás ausentes- propia de los nuevos paradigmas.
Coincidimos además con Waisbrot cuando señala: “El analista debe abstenerse, justamente de su deseo, de su individualidad, de su condición obvia de sujeto no neutral…El análisis “sólo es desde la contrantransferencia” o “el lugar del analista es el lugar del muerto”, se convierten en eslóganes, verdades mutiladas, malversadas…El analista, muerto en sus sentimientos es una respuesta de época, enmarcada en la historia del movimiento psicoanalítico” (Waisbrot, 2000)
Por otra parte, nuestras consideraciones relacionadas con la implicación se apoyan en distintas actualizaciones del concepto de transferencia, retomaremos una de estas cuestiones, planteadas por una de nosotras con anterioridad:
“Es preciso diferenciar transferencia de vínculo terapéutico: hay dimensiones vinculares construidas con peculiaridad en ese encuentro paciente-analista que exceden la repetición, aun cuando ésta sea pensada demandando lo nuevo. El paciente no solamente transfiere sino que se vincula con todo lo de actualidad y producción que eso implica y con la fuerte vigencia del encuentro con el analista como sujeto. Por su parte, el analista no sólo escucha ni sólo se vincula, también transfiere” (Rojas, 2002)
Y son justamente aquellas dimensiones no transferidas del vínculo analítico señaladas en la cita, las que se ponen en juego en la implicación, por la condición de sujeto complejo del propio analista que inicialmente planteáramos. Implicación que, tal como venimos desarrollando, puede operar como motor de la situación analítica en relación con tres pilares básicos: función testimonial, red intra e interdisciplinaria y abstinencia, pilares que se fundamentan en la apoyatura múltiple constitutiva de la trama sujeto-vínculo-cultura.
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Un analista en presencia:
Pensamos así un analista que, como sujeto múltiple e implicado, excede al psicoanalista definido como representación, casi pura función simbólica (representante de la ley). Opera también bajo el modo de la presencia ineludible, en relación con su ser sujeto, alter y ajeno. Su presencia implica exigencias de trabajo psíquico para el paciente y, recíprocamente, la presencia del paciente constituye exigencias de trabajo psíquico para el analista.
Nos resulta interesante en este punto la propuesta que partiendo de algunas ideas de Derrida, A. Tortorelli trae para pensar lo vincular: “Una práctica de desrrepresentación habrá de anidar en lo vincular. Desrrepresentación no por producción de una “diferencia indiferente”, al modo de las marcas y los media, sino por advenimiento de una marca sin logo y sin imagen. Trabajo de una diferencia y no de una identidad, Tal desrrepresentación habrá de tener el carácter de un “dejar venir”. La posibilidad de lo vincular residirá en un “dejar venir sin preguntar quién es”; en “dejar venir sin decir yo soy”. (Tortorelli, 2002)
Diremos entonces que, desde esta perspectiva de las redes, además de un analista pensado como ausencia, es decir como lugar de proyecciones del analizante o como lugar vacío promotor de simbolizaciones, pensamos en un analista en presencia, un analista que “viene a la presencia”, lo cual permite poner en juego una desrrepresentación donde lo ajeno del analista y lo ajeno del paciente advienen simultáneamente produciendo un acontecimiento vincular inédito.
Co-construcción y múltiples legalidades:
El accionar del psicoanalista entramado en una situación clínica vincular es co-constructivo, dado que interviene a partir del vínculo terapéutico que va conformándose. Va construyendo con el paciente dicho campo, donde surgen reglas a la vez emergentes y específicas, habilitadas por esa nueva configuración.
Por su parte, la legalidad en la situación clínica se construye en horizontalidad y auto- organizadamente, aun cuando analista y paciente van ocupando posiciones diferenciadas y
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mutables. Esto implica transformar la idea de asimetría en la relación analítica en otra concepción, la de una relación en diferencia.
Cuando hablamos de horizontalidad tenemos en cuenta algunas conceptualizaciones sobre lo fraterno que plantean la necesidad de diferenciar las legalidades trascendentes provenientes de la cultura, de otras que se construyen auto-organizadamente dentro del grupo de pares, en la inmanencia de la situación vincular. (Matus, 2001 ) Ejemplo de esto lo constituyen investigaciones realizadas sobre grupos marginales, en los que se sostiene un modo particular de socialización del sujeto, promovido a partir de normas y valores producidos en la experiencia de la situación dada, más que a través de las normas y valores preestablecidos socialmente. (Duschatzky, Corea, 2002)
Es en este sentido de la co-construcción que el devenir terapéutico en una clínica de las redes supone una escucha analítica donde la demanda del paciente es tomada no solamente en su vertiente resistencial, sino como posibilitadora de un encuentro entre ambos, y donde el saber sobre el sujeto y los vínculos se genera en la experiencia compartida. Dicho en otros términos, la relación analítica supone un vínculo entre pares, productor de normas y significaciones singulares que abren a una trama inédita entre lo histórico y las emergencias novedosas.
Una viñeta clínica:
El analista de las redes, que vamos delineando, opera también en la clínica individual con una perspectiva apoyada en las múltiples pertenencias del sujeto, es decir, con una perspectiva vincular que se expande a todos los ámbitos del Psicoanálisis.
En la sesión analítica de una paciente donde se vienen trabajando las dificultades con su marido en relación a su deseo y la necesidad de idealización del otro, surgen algunos comentarios sobre el insomnio de éste, que ella relaciona con su situación de desocupado, la que lleva ya casi un año sin resolución. Comenta entonces la paciente que ella le había contado a un compañero su necesidad económica debido a la falta de trabajo de su pareja, cuestión que su marido le reprocha, ya que prefiere arreglarse solo y no compartir esta información. La analista le pregunta entonces si ellos han pedido ayuda a amigos o familiares, a lo cual la paciente acota que están cada vez más solos porque como aquél no quiere pesar a los demás con su angustia, ya no salen ni se ven con mucha gente.
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En este momento la terapeuta decide cambiar la dirección de sus interpretaciones y le propone pensar acerca de esta modalidad vincular de autoabastecimiento, que no sólo muestra su marido sino que muchas veces apareció en ella misma y hoy parece sostenida también en el vínculo de pareja y los conduce al aislamiento.
A la sesión siguiente la paciente trae “una sensación de alivio”, pero no sabe con qué tiene que ver porque todo sigue igual respecto de sus preocupaciones. Cuenta, por otra parte, que se animó a invitar amigos a la casa y por primera vez propuso hablar sobre el problema de su marido con el trabajo.
En otra oportunidad cuando la analista trabaja este material en un grupo de colegas, alguien comenta que frente a una situación similar en su vida personal, cuando ella intentaba ayudar a su marido a conseguir trabajo, su propia analista le interpretó que su problema era que no podía hacerse cargo de su deseo y estaba siempre al servicio del deseo del otro. Recién al escuchar este otro relato, esta colega pudo darse cuenta que también podía leerse el material desde la perspectiva sociovincular, y que la actitud de ella daba cuenta de una posibilidad de sostén en una situación crítica, que había sido muy importante en ese momento.
He aquí dos modos diferentes de pensar un material clínico, en el primer caso, el analista decide realizar una intervención “vincular” sin la presencia del otro del vínculo en la sesión y considerar a la vez la dimensión social, en tanto que en el segundo el analista decide seguir una línea ligada más a las significaciones intrasubjetivas.
El primer caso es uno de los modos posibles en que el analista de una clínica de las redes puede accionar. No sólo una perspectiva vincular del psicoanálisis está en juego en esta viñeta, también la idea de un analista implicado que toma en cuenta lo social como condición propia de la situación clínica, de modo tal que la desocupación surge como un significante que puede constituir material clínico, desde una función testimonial.
Por otra parte, surge con claridad cómo la posibilidad de contrastar con otros colegas –grupo de pares- permite a la otra, la paciente-analista, habilitar significaciones situacionales diferentes de aquellas que son propias de las teorías dominantes. Significaciones inéditas e impensadas que pueden surgir no casualmente, al calor de un encuentro en horizontalidad, promotor de nuevas legalidades auto-organizadas.
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También se pone de manifiesto la co-construcción del proceso terapéutico, en tanto es desde la posibilidad de escucha de la demanda de la paciente que se produce el giro en la dirección de la cura. Giro que en el segundo caso viene por aprés-coup, en el encuentro con la colega.
Finalmente, es “el venir a la presencia” de la analista más allá del lugar representacional - “sin preguntarle al otro quién es y sin decir yo soy”- lo que produce ese encuentro vincular capaz de entramar historia y emergentes acontecimentales, así como también, al sujeto, sus vínculos y el contexto social.
Diremos que la analista en presencia, incluida en la situación, permitió ampliar y crear nuevas redes vinculares y sociales para su paciente, el marido y para ella misma; redes posibilitadoras del procesamiento de una situación traumática como la desocupación.
Bibliografía:
Agamben, G.: Lo que queda de Auschwitz, Pretextos, Valencia, 2000.
Duschatzky, S.; Corea, C.: Chicos en Banda. Los caminos de la subjetividad en el declive de las instituciones, Paidós, Bs. As., 2002.
Kaés, R.: Polifonía del relato y trabajo de la intersubjetividad en la elaboración de la experiencia traumática, Revista de la A.A.P.P.G. n°2, Bs. As., 2002.
Matus, S. Rojas, M. C. Clínica de las redes. Otra perspectiva en el psicoanálisis de los vínculos, Jornada F.A.P.C.V., Bs. As., 2000.
Matus, S.: Cuando testimoniar se transforma en celebrar, Jornadas del Centro Oro, Bs. As., 2002.
Matus,S.: Algunas cuestiones sobre lo fraterno, Actas del II Congreso de Psicoanálisis de Pareja y Familia, Bs. As., 2001.
Matus, S.; Rojas, M.C..; Ventrici, G..; Zadunaisky, A.: Trincheras de cristal. Testimonio y reflexiones, Jornadas del Centro Oro, Bs. As., 2002.
Najmanovich, D.: “Función historizante”, ficha sin publicar.
Rojas, MC: Clínica en la crisis, Revista de Psicoanálisis de las Configuraciones Vinculares, 2, 2002
Tortorelli, M.A.: Uno mismo no es. Uno mismo adviene (otro) con otro, Jornada APA, Bs. As., 2002.
Waisbrot, D.: La alienación del analista. Efectos de la institución del psicoanálisis en su subjetividad, Paidós, Bs. As, 2002.
Ventrici, G.: Notas acerca del concepto de implicación como suplemento del concepto de transferencia- contratransferencia, Actas Jornada F.A.P.C.V., Bs. As., 2000.
martes, 4 de agosto de 2009
domingo, 5 de julio de 2009
COMENTARIOS DESDE EL “ENTRE”
(clase 23/6/09)
Lic. Alicia González
Los invito a posicionarnos desde el lugar y la piel de un terapeuta vincular que con una familia o pareja arma un encuentro tan incierto como novedoso, para todos quienes lo habitan.
¿Cómo intervenir? A partir de esa entidad que llamamos vínculo.
¿Desde donde? Desde el vínculo.
Sería todo un desafío pensar desde el “entre” como ejercicio en una clínica móvil y situacional, sin reducirlo a las categorías de lo previo al encuentro terapéutico. Ejercitar un pensamiento sobre la configuración vincular que se esboza frente a nosotros, terapeutas vinculares, participando de ese encuentro con nuestros pacientes; resonando con ells en y con su sufrimiento. Esta posición “entre” es aquella que nos instituye como terapeutas afectados, desde un concepto de afectación(Spinoza por Deleuze), lindero a la implicación (Loureau).
Lic. Alicia González
Los invito a posicionarnos desde el lugar y la piel de un terapeuta vincular que con una familia o pareja arma un encuentro tan incierto como novedoso, para todos quienes lo habitan.
¿Cómo intervenir? A partir de esa entidad que llamamos vínculo.
¿Desde donde? Desde el vínculo.
Sería todo un desafío pensar desde el “entre” como ejercicio en una clínica móvil y situacional, sin reducirlo a las categorías de lo previo al encuentro terapéutico. Ejercitar un pensamiento sobre la configuración vincular que se esboza frente a nosotros, terapeutas vinculares, participando de ese encuentro con nuestros pacientes; resonando con ells en y con su sufrimiento. Esta posición “entre” es aquella que nos instituye como terapeutas afectados, desde un concepto de afectación(Spinoza por Deleuze), lindero a la implicación (Loureau).
sábado, 4 de julio de 2009
"ENTRE" Ma. Alejandra Tortorelli
‘ENTRE’
María Alejandra Tortorelli
Del yo al Otro, del Otro —deseo del Otro, mirada del Otro, discurso del otro, (presencia del Otro?)— al yo. Estas direccionalidades se han manifestado ya. Han hecho su recorrido ya. Han ido y han venido. Del Uno al Otro, del Otro al Uno, del Otro al otro. Mientras tanto, en el medio, en este ir y venir, algo llama a pensar e interpela.
“Y”, “Entre”, “Vincular, “Double Bind”, “Agenciamiento Colectivo”, “Multiplicidad”, “Différance”... Las palabras dicen una época, la hablan sin saber. Qué se abre aqui? Qué se anuncia? Y, cómo pensar desde allí?
De lo que se trata es de pensar no lo vincular sino desde lo vincular. La diferencia es fundamental y señala toda una otra distribución, otra geografía. Desde allí, se torna confuso seguir hablando en términos de “relación” o de “inter-subjetividad”. Algo hace ruido allí y obstaculiza. No se trata pues de pensar lo no sabido desde lo ya sabido. Se trata más bien de pensar de nuevo, de dejar venir lo no sabido, de crear nuevos conceptos, de pensar nuevas formas de pensar. Sin garantías. Después de todo, como señala Gilles Deleuze, el pensar no juzga, experimenta. De eso se trata pues.
La mayor dificultad que este pensar desde lo vincular trae —y he allí el desafío—es el hecho de no poder pensarse representacionalmente. Lo vincular, lo “entre”, no puede ser pensado desde el orden de la representación. Pensar desde lo “entre” no admite representación alguna. La misma noción de “entre” no es una noción representacional. “Entre”, apenas una preposición, busca evitar la nominación sustantiva o subjetiva para dar paso a un espacio de producción que, como tal, no admite ni sujeto ni objeto.[i] Dicho de otro modo, lo vincular, lo “entre”, no puede ser pensado en términos de un “algo” para un “alguien”. Lo que esto quiere decir es que lo vincular no puede ser pensado desde “afuera” o desde la posición del sujeto. Lo “entre” como vínculo no tiene lugar por fuera de un sujeto, ni siquiera lo rodea o lo envuelve. No hay los sujetos y el vínculo. No hay tampoco los sujetos posicionados por “fuera” del vínculo. Siendo “el sujeto” producción del vínculo éste está siendo constituido (y destituido, ya lo veremos) en él y no frente a él o por fuera de él. El “sujeto” (si es que algo así puede seguir sosteniéndose) es constituido en el vínculo a la vez que es destituido en y por él. Consecuentemente, lo vincular no puede ser pensado como una “relación” entre sujetos. De allí que tampoco admita un pensamiento de lo “inter-subjetivo”.
Por lo mismo, lo vincular no admite tampoco ser pensado en términos de “uno mismo”. Hay algo interesante aquí en la misma noción de “término”. En rigor, podríamos decir que lo vincular, decididamente, no admite pensar en “términos”; es decir, en elementos aislados o aislables; en elementos individuales. Operatoria, la de aislar un término, que también corresponde a la lógica de la representación, a la lógica del Uno, del Ser y del ser “uno mismo uno”. Lo vincular convoca inevitablemente a pensar otro modo de constituirse y destituirse eso mismo que, bajo la hegemonía del uno, llamamos identidad.
Por todo lo enunciado hasta aquí, sería una redundancia a la vez que una impropiedad hablar de “sujeto vincular”. No hay “sujeto” que no sea ya vincular mas, por ello mismo, por ser ya vincular, no sería estrictamente hablando un “sujeto” si por sujeto se entiende ya sea una posición, una función o un elemento aislable respecto del vínculo. “El sujeto”, si es que ésta noción ha de ser preservada, es vincular, es “entre” y, por ello mismo, rigurosamente hablando, el sujeto no “es”; no “es” en tanto uno individual. De allí todos los nombres que hoy asisten a destituirlo: procesos de subjetivación, agenciamiento colectivo, individuación sin sujeto, etc. Se trata de pensar más acá o más allá del sujeto. Se trata de pensar de nuevo.
Pensar desde lo vincular, desde el “entre”, pone en jaque, a su vez, otro par de conceptos que organizan la lógica del sujeto y del otro. La referencia es a las nociones, solidarias entre sí, de lo propio y de lo ajeno. La propiedad de lo propio, valga la redundancia, y la ajenidad del otro. Lo vincular —y he aquí quizá su mayor desafío— implica destituir lo “propio”, destituir la noción de propiedad de lo propio desde dónde se concibe, a su vez y consecuentemente, la noción de ajenidad del otro. Las nociones de propiedad respecto de uno mismo y de ajenidad respecto del otro parecen desvanecerse o, al menos, mostrarse inútiles a la hora de pensar vincularmente; a menos que las mismas troquen su sentido paradójicamente: la propiedad de lo ajeno y la ajenidad de lo propio.
En la propiedad y en la ajenidad se juegan otra vez cuestiones de espacialidades y distribuciones no inocentes por cierto. Lo propio remite a la interioridad del sí mismo mientras que la ajenidad siempre suele pensarse como viniendo de afuera. Sin embargo, tal como ya lo hemos señalado, no hay la ajenidad el vínculo como exterioridad respecto de la interioridad del sujeto como propiedad o identidad del sí mismo, así como no hay ajenidad del otro respecto de uno mismo. Tampoco hay la ajenidad del vinculo que, se supone, venga a perturbar la identidad o propiedad de un sujeto dado. Si lo vincular exige pensar más acá o más allá del sujeto, tal como lo hemos mencionado, exige a su vez pensar más allá o más acá del binarismo interior/exterior, adentro/afuera, propio/ajeno. Asignación de lugares familiares que le adjudican al afuera todas las extrañezas perturbadoras de un adentro, una interioridad, una propiedad supuestamente inalienables. (Tortorelli, M., 2002 y Tortorelli M., 2003)
Lo que pueda concebirse como “propio”, como aquello que, se supone, “me” es “propio”, está ya trazado de “ajenidades”. Pensar-“me” desde la producción del “entre” implica reconocer que no hay “si mismo” que no esté ya trazado por un proceso de diferenciación. Dicho de otro modo, “uno” “llega” a “ser uno mismo” —ninguna de estas palabras cumplen lo que enuncian— a través de un proceso de diferenciación, de un entre, de un diferimiento, un través, un desvío si se quiere, que, por la misma razón, no permite que “uno” “llegue” ni que llegue a “sí mismo” ni a “ser” “uno mismo”. “Uno” nunca “es” ni nunca es “uno”. En un pensamiento del devenir, y no del ser; de la producción y no del producto; de lo vincular y no del sujeto, “uno”, (que no es tal), se está constituyendo (y destituyendo) indefectiblemente a través de. No se es primero “uno”, “uno mismo” para luego, entonces, diferenciarse del “otro”, un “otro sí mismo”. Esto no es posible. A poco que se lo piensa se reconocerá su obviedad. “Uno” (que ya no es tal) se constituye (y por ello mismo se destituye) a partir de este proceso de diferenciación. Desde este proceso de diferenciación, desde este “entre”, “uno” ya no es “uno” y el “otro” tampoco lo es respecto de “uno”. Lo “ajeno”, entonces, no es ajeno ni lo “propio” propio. Lo “ajeno” es tan “propio” tanto como lo “propio” es “ajeno”. De allí la paradójica expresión la “propiedad de lo ajeno” y la ”ajenidad de lo propio”. Y si esto parece poner en peligro la autonomía del sí mismo, es que se ha comprendido bien: No hay autonomía para el sujeto. Sólo se es en heteronomía.(Derrida J., 1996) La heteronomía es radical. Uno no es en sí mismo ni consigo mismo: Todas figuras de la identidad identitaria, valga la redundancia. Se es, más bien, a través de la diferencia: La identidad como efecto de un proceso de diferenciación, de diferimiento; la identidad diferida. Allí donde el prefijo auto- remite al sí mismo, al movimiento de volver sobre sí; el prefijo hetero-, por el contrario, refiere no sólo a lo otro sino, más radicalmente, a lo que no vuelve sobre si ni a si mismo. Tampoco dialécticamente, donde el “fuera de sí”, el desvío a través del otro, conduce o reconduce al “para si”, retorna a sí. Diferir, por el contrario, es el movimiento de este desvío —différance— que ya no conduce o reconduce a ningún “si mismo”. No habiendo partido de alli sino del “entre” —o del medio: “la cosas sólo empiezan a vivir por el medio”, dice Deleuze— cómo habría de ser posible retornar a “allí”? Qué “allí” sería ese? (Deleuze G., 1980, p.65) La heteronomía sólo conduce a la heteronomía, el diferir al diferir, el entre al entre. Ningún sujeto, ningún elemento aislable, ni al principio ni al final.
No es otra cosa lo que insiste una y otra vez en Derrida cuando pregunta: qué es lo propio de una cultura? qué es lo propio del hombre? y nos interroga en lo que, se supone, nos es más propio. Las preguntas parecen obvias y, sin embargo, perturban, dan a pensar. “(...) Lo propio de una cultura —nos dice Jacques Derrida— es no ser idéntica a si misma. No el no tener identidad, sino no poder identificarse, decir “yo”, “nosotros”, no poder tomar la forma del sujeto más que en la no-identidad consigo o, si ustedes prefieren, en la diferencia consigo. No hay cultura o identidad cultural sin esa diferencia consigo. Sintaxis extraña y un poco violenta: “consigo” (avec soi) quiere decir también “en su casa”. En este caso la diferencia de si, lo que difiere y se separa de si mismo, sería también diferencia (de sí) consigo, diferencia a la vez interna e irreductible al “en su casa”. Esta diferencia reuniría y dividiría también irreductiblemente el hogar del “en su casa”. En realidad, no lo reuniría poniéndolo en relación con él mismo, más que en la medida en que lo abriese a esa separación.”(Derrida, J. 1990, p.17)
En cuanto al hombre, pregunta Derrida: “Pero qué es eso propio del hombre? Por una parte es aquello cuya posibilidad hay que pensar antes del hombre y fuera de él. El hombre se deja anunciar a sí mismo a partir de la suplementariedad que, por tanto, no es atributo, accidental o esencial del hombre. Pues, por otra parte, la suplementariedad que no es nada, ni una presencia, ni una ausencia, no es ni una sustancia ni una esencia del hombre. Es precisamente el juego de la presencia y de la ausencia, la apertura de ese juego que ningún concepto de la metafísica o de la ontología puede comprender. Por lo cual, eso propio del hombre no es lo propio del hombre: es la dislocación misma de lo propio en general, la imposibilidad —y por ende el deseo— de la proximidad consigo; la imposibilidad y por ende el deseo de la presencia pura. Que la suplentariedad no sea lo propio del hombre, no significa solamente y de manera tan radical que no sea algo propio; sino también que su juego precede a lo que se llama el hombre y se extiende fuera de él. El hombre no se llama el hombre sino dibujando límites que excluyan a su otro del juego de la suplementariedad: la pureza de la naturaleza, de la animalidad, de la primitividad, de la infancia, de la locura, de la divinidad. La aproximación a esos límites es a la vez temida como una amenaza de muerte y deseada como acceso a la vida sin diferæncia. La historia del hombre que se llama el hombre es la articulación de todos esos límites entre sí.” (Derrida, J. 1967, p. 307)
Nada es inmediatamente. Nada está dado en la plenitud de la presencia, o en la identidad entendida como inmediatez de uno consigo mismo. Nadie puede decir “Yo soy” y concordar consigo mismo sin haber pasado ya por un proceso o movimiento de diferenciación con otro que, a su vez, tampoco es en sí mismo. El hecho mismo de que deseemos ser uno da la pauta de que no lo somos. Mas, por qué habríamos de desearlo? En favor de qué modelo de subjetividad?
No hay inmediatez en el sí mismo, tampoco retorno. Cuando Derrida habla del movimiento de la différance, cuando afirma que lo “propio de una cultura es no ser idéntica a sí misma”, o cuando señala los limites, las fronteras que nos trazan diferenciándonos para sólo entonces poder ser llamados “hombres” y no animales, ni divinidades, ni naturaleza, lo que está marcando, una y otra vez, es el desvío, el detour, la heteronomía, que “nos” conduce a “nosotros mismos” sólo desviándonos. Cuando Derrida señala no la negación de la identidad sino su carácter infinitamente diferencial, lo que está mostrando es que no hay uno consigo mismo sin que la supuesta ajenidad del otro no haya intervenido ya desde el principio y hasta el fin. A la identidad de “uno consigo mismo” no se llega, nunca. La identidad es un proceso de diferenciación que no termina y que perturba a la vez que constituye. De allí el tercer sentido de différance como diferendo: pólemos, guerra, conflicto.(Derrida J., 1968) La identidad es conflicto y el conflicto no puede eliminarse aboliendo la diferencia a favor de la identidad de uno consigo mismo. Hace falta decirlo?.
La tarea no es sencilla y perturba profundamente nuestro pensar de la identidad, del sí mismo, de la propiedad de lo propio y de las respectivas asignaciones, distribuciones y lugares que esta lógica implica. La tarea no es sencilla pero es urgente. Y lo es en más de un sentido. Si hasta aquí hemos pensado la diferencia a partir de la identidad, de lo que se trata ahora es de pensar la identidad a partir de la diferencia.
Pero seamos cautelosos e insistamos. Enunciaciones como las de Derrida suelen interpretarse apocalípticamente y abismalmente como si anunciaran el fin de la identidad. Tal es, por lo general, la primera reacción. Sin embargo, el mismo Derrida es contundente cuando afirma que “no se trata de no tener identidad”, de negarla o desecharla, sino más bien de destituirla en su pretensión de propiedad e individualidad señalando su “naturaleza” indefectiblemente diferencial. He allí la dificultad y lo no pensado aún. Y he allí lo urgente.
Lo vincular llama a la diferencia —a ese “entre”— al seno mismo de la identidad. Lo vincular, ese “entre” en el origen, nos recuerda que ser-con (Mitsein) es más originario que ser uno. (Heidegger M, 1927, p.149) Que tal fenómeno se haya visto eclipsado por la hegemonía del sujeto, la ambición del sí mismo y las lógicas y éticas respectivas de la propiedad y la individualidad es manifestación de una época y no estatuto de una esencia irreversible.
Todo pensar despliega una geografía, da (a) lugar. Hemos mencionado al principio que lo vincular como espaciamiento de producción entre no admitía ser representado. Ciertamente, tal imposibilidad se presenta como el mayor desafío. La misma imposibilidad indica, a su vez, que no podemos apelar a un concepto, una definición o un término (elemento aislable o aislado) que dé cuenta de qué cosa es lo vincular. Lo vincular, lo “entre”, justamente como espaciamiento de producción no responde a la abstracción de un concepto, ni a su idealidad. La espacialidad o lo que hemos llamado “espaciamiento”, para recalcar su carácter verbal y de producción, se vuelve clave aquí y exige una vez más una transformación del pensar.
Si diésemos una definición de este espaciamiento, si describiésemos sus propiedades (lo propio de este espacio) estaríamos universalizando su manifestación y estaríamos, a la vez, apropiándonos del fenómeno representacionalmente; es decir, no sólo como si lo viésemos desde afuera sino como si éste estuviese ya dado, dado allí a la percepción. Pero, la noción de espaciamiento y de producción indican justamente que eso no es posible. Este espaciamiento “entre” ni esta dado ni está en exterioridad respecto de un sujeto que lo contempla desde afuera.
Desafortunadamente no podemos profundizar aquí en el tema de la espacialidad pero nótese que, tradicionalmente, de Platón a Hegel, el pensar de Occidente ha valorado la invisibilidad de las esencias o la abstracción de los conceptos, la idealidad y la universalidad en detrimento de la visibilidad de las imágenes, la corporeidad y la singularidad. Un tanto esquemáticamente y no sin humor, podría decirse que el pensamiento contemporáneo ha preferido como bicho filosófico el paso rastrero de la garrapata a la visión cenital del búho de Minerva. Ha cambido trascendencia por inmanencia, abstracción por topología, historia por geografía. Ha abandonado el uno en favor de las multiplicidades heterogéneas. Como señala Marcus Doel, profesor del Departamento de Geografía de la Universidad de Loughborough, en específica referencia a Gilles Deleuze y Jacques Derrida, hoy “las bases de la espacialización postestructuralista pueden ser establecidas de manera simple: el elemento mínimo no es el encerrado y polarizado punto sino el pliegue abierto, no un Uno dado sino una relación diferencial, no un “es” sino un “y”. (Doel M., 2000, p.126) “Entre”, bien podríamos agregar.
Así, y a pesar de lo aparentemente estático, el espaciamiento de producción “entre” bien podría analogarse al trazado de una línea, una linde, una frontera o al de una pared concibiendo a ambos fenómenos justamente como fenómenos diferenciales de espaciamiento o de producción espacial y no como espacios dados factibles de ser representados.
Los dos fenómenos, la línea y la pared, aparentemente simples (no divisibles, uno) y estáticos en su constitución, son fenómenos espaciales de “producción diferencial”. Nada hay de simple ni de estático en ellos. Producen espacio, dan a lugar, sin ser ellos mismos “un” lugar o un espacio dados.
Veamos la línea. En rigor, si pensamos detenidamente, si prestamos atención a la producción y no al producto, si somos el trazo y no lo que mira, nos daremos cuenta que una línea nunca es “una” línea. Una línea, inevitablemente, se divide en el mismo trazado. “Una” línea “es”, si se quiere, doble borde. Una herida. Nunca hay, no puede haber, “una” línea, “una” frontera, “una” linde, indivisible. De allí su pólemos. Una frontera siempre es, desde su trazado, doble borde, doble vínculo, double-bind, en el origen. La indivisibilidad de la línea, suponer —y no sin consecuencias— que es “una”, sólo es efecto de la idealidad de un concepto —“la línea”— pero no de la producción de su trazado, su materialidad, su geografía. En su trazado, nunca hace una. Abre otra experiencia de espaciamiento que la abstracción del concepto no da. Abre otra lógica, una lógica (a)lógica. Dice Derrida al respecto: “Una línea indivisible. Ahora bien, siempre se da por supuesta la institución de semejante indivisibilidad. La aduana, la policía, el visado o el pasaporte, la identidad del pasajero, todo ello se establece a partir de esa institución de lo indivisible. Y por consiguiente del paso que tiene que ver con ella, tanto si se la franquea como si no se la franquea. Consecuencia: allí donde la figura del paso no se doble a la intuición, allí donde se ve comprometida la identidad o la indivisibilidad de una línea, la identidad consigo mismo y, por lo tanto, la posible identificación de una linde intangible, el pasar la línea se convierte en un problema. Hay problema desde el momento en que la línea de la linde se ve amenazada. Ahora bien, ésta se ve amenazada desde su primer trazado. Éste no puede instaurarla sino dividiéndola intrínsecamente en dos bordes. Hay problema desde el momento en que esa división intrínseca divide la relación consigo misma de la frontera y, por consiguiente, el ser-uno-mismo, la identidad o la ipseidad de lo que sea.”(Derrida J., 1996, p.29)
No hay resolución del conflicto para este pólemos. Negarlo no hace más que avivarlo. Siempre estamos siendo trazados: el visado, el pasaporte, los procedimientos varios de identidad, de identificación. Damos por sentada la institución de semejante identidad, como si ésta fuera dada y fuera “una” consigo misma. Y, sin embargo, cuánto más dada se supone más se agita el conflicto. Las fronteras no distribuyen identidades dadas. Su trazado las produce; mas, por ello mismo, las abre en el mismo trazado, las abre al otro inevitable, al otro lado de la frontera. Las difiere. No hay “una” frontera así como no hay “una” identidad. La identidad no es identitaria, es diferida. La línea, la frontera no es indivisible, la identidad en ella trazada tampoco. No hay identidad sin difrencia. No hay identidad sin pólemos. Querer simplificar, hacer simple, hacer uno ese fenómeno sólo trae más violencia. Nada más simple que la línea y sin embargo... “Tenemos tantas líneas enmarañadas como una mano. Somos tan complicados como una mano.” (Deleuze G., 1980, p.142)
El otro trazado, el de la pared, muestra quizá más claramente cómo, contrario a lo que solemos pensar, no hay espacio sin trazado; es decir, sin la inscripción de una diferencia. Dicho de otro modo, el trazado no se inscribe en un espacio primeramente dado. Pues qué sería ese espacio, pues? Es más bien la inscripción, el trazado, la traza lo que abre, hace espacio, “espacía”. Así, una pared, algo tan simple como eso, pone en evidencia más claramente cómo el espacio es efecto de una diferencia; es decir, cómo “el espacio es diferencial y no un fenómeno unificador”, como señala Marcus Doel. (Doel M., 2000, p.129) La pared así considerada, dinámicamente, en lo que traza, en lo que produce y no como una cosa dada en un espacio dado es, por decirlo de algún modo, espaciante.
Como con la línea, también podría preguntarse ciertamente si una pared es efectivamente “una” y si, como tal, divide el adentro del afuera, lo interior de lo exterior. Esta claro que una pared tiene inevitablemente dos caras, pero dos caras no como dos unidades separables (pensamiento de la identidad y del uno) sino como “dos” bordes que no hacen uno y que, tampoco, son “dos” en el sentido del “uno más uno”. Es la pared en su trazado, la que constituye un adentro y un afuera. La pared, más que espacio, es espaciante: Sin ser ella misma un espacio determinado —no es ni adentro ni afuera, es adentro y es afuera, a la vez; es exterior e interior, a la vez— produce espaciamiento.
Constituye, a la vez, el adentro y el afuera, lo interior y lo exterior. Mas es éste “a la vez” lo que tiene que ser pensado en su diferencia irreductible, diferencialmente y no representacionalmente.
Lo exterior y lo interior no preceden a la pared. No es primero lo exterior y lo interior, constituídos en sí mismos y, luego, la pared como diferencia entre los dos. Se ve claramente, y no podría ser de otro modo, que sin pared (sin “entre”) no hay lo interior ni lo exterior. Pero, justamente, por ello mismo, ni lo interior ni lo exterior son y se constituyen en sí mismos para luego, eventualmente, diferenciarse sino que, en rigor, son a partir de la diferencia. Interior y exterior son efecto de la pared, de la diferencia, del entre. No hay exterior ni interior sin pared; es decir, sin diferencia. Pero, entonces, la diferencia (que no es algo) precede, es condición. He aqui lo que perturba al pensar. Que la diferencia sea, por decirlo de algún modo, primera. Pero, diferencia entre qué y qué? Preguntará un pensar identitario, esperando lógicamente que la identidad preceda a la diferencia, como es debido. “Entre nada”, contestará un pensar diferencial. La identidad es efecto de la diferencia así como lo es el espacio.
Se entenderá ahora porque lo interior no se opone, entonces, a lo exterior así como tampoco lo exterior se opone a lo interior. Interior y exterior no son oponibles justamente porque no son en sí mismos, porque no son cada uno “uno”, por separado, aislables. Interior y exterior no pueden ser concebidos por separado. No hay uno sin el otro. No son lo mismo, son diferentes en el sentido en que “uno”, que no es tal, es lo diferido del otro, no su opuesto; y viceversa (double-bind). Exterior e interior se constituyen en la diferencia y no en la identidad consigo mismo.
Es necesario dar un paso más, aún. La consecuencia inmediata e irreductible de este movimiento de la diferencia, de la différance, del diferir, es que lo “interior” y lo “exterior” concebidos desde el “entre”, desde la pared son, por ello mismo, instituidos y destituidos a la vez. Es decir, ninguno es en si mismo. Ni es tampoco afectado por el otro como si éste viniese del exterior a amenazarlo. Los dos, (que no son dos unidades sino dos bordes), se instituyen a la vez que se destituyen inevitablemente desde la diferencia, desde el diferir. Ninguno cierra sobre si. Ninguno es en “si mismo”. El “sí mismo” está destituido. Así, si lo exterior perturba a lo interior es porque, paradójicamente lo interior está hecho, por decirlo de algún modo, de exterioridad y viceversa. (La ajenidad de lo propio, la propiedad de lo ajeno, decíamos en otro momento.)
La línea y la pared, los trazados y las lindes, las fronteras y los bordes, los “entres”, los medios, las “y” muestran y ponen en evidencia, la imposibilidad del si mismo y de la ajenidad del otro concebidos independientemente o en relación de exterioridad, uno respecto del otro. Muestran que el otro no viene a perturbar “me” desde el exterior de “mi mismo”. Lo perturbable, en todo caso, es la identidad. Mas, su perturbación no es accidental, es constitutiva y, por ello mismo, sin resolución. Como dice Derrida, “la línea se ve amenazada desde su “propio” trazado”. No hay identidad sin riesgo, sin peligro, sin “amenaza” de alteridad. La identidad, como la frontera, como la pared, se divide en su mismo trazado. La identidad no es un fenómeno de unidad; es diferencial y tiene al otro como co-institutivo (y des-titutivo, a la vez).
Luego, si la alteridad, la ajenidad, la extranjeridad, sigue siendo pensada como “ajenidad del otro” poco se ha logrado aqui en términos de vincularidad o de diferencia constitutiva. Pues, desde dónde —y desde dónde? es siempre la pregunta— puede pensarse “la ajenidad del otro” sino es desde “la propiedad, la mismidad del si mismo”? La expresión “la ajenidad del otro” habla todavía desde un sujeto que le da la bienvenida hospitalaria al otro como si ésta hospitalidad fuese un acto decisorio de su buena conciencia. Asi concebido, el otro sigue siendo prescindible, eventual, exterior, ajeno y la hospitalidad condicionada por la propiedad de un “en casa” propio, valga la redundacia, sea éste “en casa” un Estado, una Nación, una familia, o la identidad de uno mismo.
Habrá que pensar, y es urgente, una hospitalidad incondicionada tal como la propone Jacques Derrida.(Derrida J., 1997) Ésta no puede ser pensada “desde” la identidad propia, ni desde la propiedad de lo propio; sea la de una nación que da acogida al extranjero, sea la de un “en casa” que recibe a un huésped, sea la de uno que recibe a otro, sea, aún, la de un encuentro. Se trata más bien de pensar la hospitalidad incondicionada como una doble acogida, donde el anfitrión deviene huésped del huésped, donde “quien recibe” es tan arribante como ”aquel que, se supone, llega”. En el acontecimiento de la hospitalidad no hay propiedades que distribuir, hay más bien un constituirse y destituirse, a la vez e inevitablemente. No es la madre la que recibe al niño. Es el nacimiento lo que recibe a ambos. El nacimiento no es sólo del niño, en el sentido de que no le pertenece a él, no es lo propio “de” él en tanto “recién nacido”. Lo “recién nacido”, lo “arribante” —como lo llama Derrida a aquello que viene, a aquello por-venir— acontece a ambos instituyéndolos y destituyéndolos en la pretensión de ser uno mismo, de ser el anfitrión, el dueño de casa.(Derrida J. 1996)
Es urgente que la lógica del uno dé lugar a una geografía del “Y” o del “entre”. Deleuze es otro trazado de esta hospitalidad incondicionada. Tan sencillas como la pared y la línea son la “Y” y el “entre”. Tan sencillas y tan revolucionarias a la vez. Dice Deleuze de la “Y” y de la doble captura: “Un bloque de devenir ya no es de nadie sino que está “entre” todo el mundo (...) hacer pasar un bloque de devenir entre dos personas, producir todos los fenómenos de doble captura, mostrar que la conjunción “Y” no es ni una reunión, ni una yuxtaposición, sino el nacimiento de un tartamudeo, el trazado de una línea quebrada que parte siempre en dirección adyacente, una línea de fuga activa y creadora ...Y. .Y.. .Y” (Deleuze G.,1977, p.14) Dice Deleuze del “entre”: “‘Entre’ las cosas no designa una relación localizable que va de la una a la otra y recíprocamente, sino una dirección perpendicular, un movimiento transversal que arrastra a la una y la otra, arroyo sin principio ni fin que socava las dos orillas y adquiere velocidad en el medio.” (Deleuze G., 1980, p.29) No hay “entre”, no hay vínculo y, consecuentemente, tampoco identidad, sin este “arrastre”, sin esta destitución, esta perturbación y esta deriva.
Habrá que pensar, así, una dinámica de lo vincular o, mejor aún, pensar lo vincular dinámicamente, diferencialmente. Prestarle una “nomadología” como diría Gilles Deleuze.(Deleuze G., 1980) Los elementos aislados, los términos de una relación — el “yo” y el “otro”—, los lugares asignados, las distribuciones: interioridad y exterioridad, las propiedades y las ajenidades, no abren acceso a un pensar desde lo vincular, más bien lo obstaculizan. Proponer —no para adherir sino para experimentar— nociones como “agenciamiento colectivo”, “individuación sin sujeto”, “movimiento de la différance”, “y”, “entre”, etc.— invitan a pensar no “lo” vincular sino, más radicalmente, desde lo vincular.
[ii]
Bibliografía
Deleuze G., (1980) Mil Mesetas, Valencia, Pre-Textos, 1988
Deleuze G., Parnet C., (1977) Diálogos, Valencia, Pre-Textos, 1980
Derrida J., (1996) Ecografías de la Televisión, Buenos Aires, Eudeba, 1998
Derrida J., (1990) El Otro Cabo, Barcelona, Ediciones del Serbal, 1992
Derrida J., (1967) De la Gramatología, México, Siglo XXI, 3ra Edición, 1984
Derrida J., (1996) Aporías, Barcelona, Paidós, 1998
Derrida J., (1968) “Différance”, Margins of Philosophy, Chicago, University of Chicago Press, 1982
Doel M., (2000) “Un-Gluking Geography”, Thinking Space, Mike Crang and Nigel Thrift Ed., New York, Routledge, 2000.
Heidegger M, (1927) Time and Bieng, New York, Harper & Row, 1962
Tortorelli M., (2002) “Lo Arribante, Lo Por-venir”, Jornadas de “Adopción y Fertilización Asisitida”, ApdeBA, 12 Septiembre 2002
Tortorelli M., (2003) “Ethos: La Morada de lo Propio”, Terceras Jornadas de “Adopción y Fertilización Asistida”, ApdeBA, 30 Mayo 2003
[i] “Entre” recuerda la invención de Winnicott. Cuando Winnnicott dice “transicional” inventa un concepto. El mismo exige un otro modo de pensar. “Transicional”, justamente, no es representacional y como tal desafía toda una lógica. Lo transicional, sea un espacio, un fenómeno o un “objeto”, exige evitar las polarizaciones —adentro, afuera; yo no-yo— para “dar” lugar. Como el “entre” —una simple alusión— lo transicional, en su “ir y venir” tampoco admite localización ni apropiación alguna. Lo transicional no es “de” uno ni es “del” otro, ni puede ser pensado desde uno u otro término de la relación.
María Alejandra Tortorelli
Del yo al Otro, del Otro —deseo del Otro, mirada del Otro, discurso del otro, (presencia del Otro?)— al yo. Estas direccionalidades se han manifestado ya. Han hecho su recorrido ya. Han ido y han venido. Del Uno al Otro, del Otro al Uno, del Otro al otro. Mientras tanto, en el medio, en este ir y venir, algo llama a pensar e interpela.
“Y”, “Entre”, “Vincular, “Double Bind”, “Agenciamiento Colectivo”, “Multiplicidad”, “Différance”... Las palabras dicen una época, la hablan sin saber. Qué se abre aqui? Qué se anuncia? Y, cómo pensar desde allí?
De lo que se trata es de pensar no lo vincular sino desde lo vincular. La diferencia es fundamental y señala toda una otra distribución, otra geografía. Desde allí, se torna confuso seguir hablando en términos de “relación” o de “inter-subjetividad”. Algo hace ruido allí y obstaculiza. No se trata pues de pensar lo no sabido desde lo ya sabido. Se trata más bien de pensar de nuevo, de dejar venir lo no sabido, de crear nuevos conceptos, de pensar nuevas formas de pensar. Sin garantías. Después de todo, como señala Gilles Deleuze, el pensar no juzga, experimenta. De eso se trata pues.
La mayor dificultad que este pensar desde lo vincular trae —y he allí el desafío—es el hecho de no poder pensarse representacionalmente. Lo vincular, lo “entre”, no puede ser pensado desde el orden de la representación. Pensar desde lo “entre” no admite representación alguna. La misma noción de “entre” no es una noción representacional. “Entre”, apenas una preposición, busca evitar la nominación sustantiva o subjetiva para dar paso a un espacio de producción que, como tal, no admite ni sujeto ni objeto.[i] Dicho de otro modo, lo vincular, lo “entre”, no puede ser pensado en términos de un “algo” para un “alguien”. Lo que esto quiere decir es que lo vincular no puede ser pensado desde “afuera” o desde la posición del sujeto. Lo “entre” como vínculo no tiene lugar por fuera de un sujeto, ni siquiera lo rodea o lo envuelve. No hay los sujetos y el vínculo. No hay tampoco los sujetos posicionados por “fuera” del vínculo. Siendo “el sujeto” producción del vínculo éste está siendo constituido (y destituido, ya lo veremos) en él y no frente a él o por fuera de él. El “sujeto” (si es que algo así puede seguir sosteniéndose) es constituido en el vínculo a la vez que es destituido en y por él. Consecuentemente, lo vincular no puede ser pensado como una “relación” entre sujetos. De allí que tampoco admita un pensamiento de lo “inter-subjetivo”.
Por lo mismo, lo vincular no admite tampoco ser pensado en términos de “uno mismo”. Hay algo interesante aquí en la misma noción de “término”. En rigor, podríamos decir que lo vincular, decididamente, no admite pensar en “términos”; es decir, en elementos aislados o aislables; en elementos individuales. Operatoria, la de aislar un término, que también corresponde a la lógica de la representación, a la lógica del Uno, del Ser y del ser “uno mismo uno”. Lo vincular convoca inevitablemente a pensar otro modo de constituirse y destituirse eso mismo que, bajo la hegemonía del uno, llamamos identidad.
Por todo lo enunciado hasta aquí, sería una redundancia a la vez que una impropiedad hablar de “sujeto vincular”. No hay “sujeto” que no sea ya vincular mas, por ello mismo, por ser ya vincular, no sería estrictamente hablando un “sujeto” si por sujeto se entiende ya sea una posición, una función o un elemento aislable respecto del vínculo. “El sujeto”, si es que ésta noción ha de ser preservada, es vincular, es “entre” y, por ello mismo, rigurosamente hablando, el sujeto no “es”; no “es” en tanto uno individual. De allí todos los nombres que hoy asisten a destituirlo: procesos de subjetivación, agenciamiento colectivo, individuación sin sujeto, etc. Se trata de pensar más acá o más allá del sujeto. Se trata de pensar de nuevo.
Pensar desde lo vincular, desde el “entre”, pone en jaque, a su vez, otro par de conceptos que organizan la lógica del sujeto y del otro. La referencia es a las nociones, solidarias entre sí, de lo propio y de lo ajeno. La propiedad de lo propio, valga la redundancia, y la ajenidad del otro. Lo vincular —y he aquí quizá su mayor desafío— implica destituir lo “propio”, destituir la noción de propiedad de lo propio desde dónde se concibe, a su vez y consecuentemente, la noción de ajenidad del otro. Las nociones de propiedad respecto de uno mismo y de ajenidad respecto del otro parecen desvanecerse o, al menos, mostrarse inútiles a la hora de pensar vincularmente; a menos que las mismas troquen su sentido paradójicamente: la propiedad de lo ajeno y la ajenidad de lo propio.
En la propiedad y en la ajenidad se juegan otra vez cuestiones de espacialidades y distribuciones no inocentes por cierto. Lo propio remite a la interioridad del sí mismo mientras que la ajenidad siempre suele pensarse como viniendo de afuera. Sin embargo, tal como ya lo hemos señalado, no hay la ajenidad el vínculo como exterioridad respecto de la interioridad del sujeto como propiedad o identidad del sí mismo, así como no hay ajenidad del otro respecto de uno mismo. Tampoco hay la ajenidad del vinculo que, se supone, venga a perturbar la identidad o propiedad de un sujeto dado. Si lo vincular exige pensar más acá o más allá del sujeto, tal como lo hemos mencionado, exige a su vez pensar más allá o más acá del binarismo interior/exterior, adentro/afuera, propio/ajeno. Asignación de lugares familiares que le adjudican al afuera todas las extrañezas perturbadoras de un adentro, una interioridad, una propiedad supuestamente inalienables. (Tortorelli, M., 2002 y Tortorelli M., 2003)
Lo que pueda concebirse como “propio”, como aquello que, se supone, “me” es “propio”, está ya trazado de “ajenidades”. Pensar-“me” desde la producción del “entre” implica reconocer que no hay “si mismo” que no esté ya trazado por un proceso de diferenciación. Dicho de otro modo, “uno” “llega” a “ser uno mismo” —ninguna de estas palabras cumplen lo que enuncian— a través de un proceso de diferenciación, de un entre, de un diferimiento, un través, un desvío si se quiere, que, por la misma razón, no permite que “uno” “llegue” ni que llegue a “sí mismo” ni a “ser” “uno mismo”. “Uno” nunca “es” ni nunca es “uno”. En un pensamiento del devenir, y no del ser; de la producción y no del producto; de lo vincular y no del sujeto, “uno”, (que no es tal), se está constituyendo (y destituyendo) indefectiblemente a través de. No se es primero “uno”, “uno mismo” para luego, entonces, diferenciarse del “otro”, un “otro sí mismo”. Esto no es posible. A poco que se lo piensa se reconocerá su obviedad. “Uno” (que ya no es tal) se constituye (y por ello mismo se destituye) a partir de este proceso de diferenciación. Desde este proceso de diferenciación, desde este “entre”, “uno” ya no es “uno” y el “otro” tampoco lo es respecto de “uno”. Lo “ajeno”, entonces, no es ajeno ni lo “propio” propio. Lo “ajeno” es tan “propio” tanto como lo “propio” es “ajeno”. De allí la paradójica expresión la “propiedad de lo ajeno” y la ”ajenidad de lo propio”. Y si esto parece poner en peligro la autonomía del sí mismo, es que se ha comprendido bien: No hay autonomía para el sujeto. Sólo se es en heteronomía.(Derrida J., 1996) La heteronomía es radical. Uno no es en sí mismo ni consigo mismo: Todas figuras de la identidad identitaria, valga la redundancia. Se es, más bien, a través de la diferencia: La identidad como efecto de un proceso de diferenciación, de diferimiento; la identidad diferida. Allí donde el prefijo auto- remite al sí mismo, al movimiento de volver sobre sí; el prefijo hetero-, por el contrario, refiere no sólo a lo otro sino, más radicalmente, a lo que no vuelve sobre si ni a si mismo. Tampoco dialécticamente, donde el “fuera de sí”, el desvío a través del otro, conduce o reconduce al “para si”, retorna a sí. Diferir, por el contrario, es el movimiento de este desvío —différance— que ya no conduce o reconduce a ningún “si mismo”. No habiendo partido de alli sino del “entre” —o del medio: “la cosas sólo empiezan a vivir por el medio”, dice Deleuze— cómo habría de ser posible retornar a “allí”? Qué “allí” sería ese? (Deleuze G., 1980, p.65) La heteronomía sólo conduce a la heteronomía, el diferir al diferir, el entre al entre. Ningún sujeto, ningún elemento aislable, ni al principio ni al final.
No es otra cosa lo que insiste una y otra vez en Derrida cuando pregunta: qué es lo propio de una cultura? qué es lo propio del hombre? y nos interroga en lo que, se supone, nos es más propio. Las preguntas parecen obvias y, sin embargo, perturban, dan a pensar. “(...) Lo propio de una cultura —nos dice Jacques Derrida— es no ser idéntica a si misma. No el no tener identidad, sino no poder identificarse, decir “yo”, “nosotros”, no poder tomar la forma del sujeto más que en la no-identidad consigo o, si ustedes prefieren, en la diferencia consigo. No hay cultura o identidad cultural sin esa diferencia consigo. Sintaxis extraña y un poco violenta: “consigo” (avec soi) quiere decir también “en su casa”. En este caso la diferencia de si, lo que difiere y se separa de si mismo, sería también diferencia (de sí) consigo, diferencia a la vez interna e irreductible al “en su casa”. Esta diferencia reuniría y dividiría también irreductiblemente el hogar del “en su casa”. En realidad, no lo reuniría poniéndolo en relación con él mismo, más que en la medida en que lo abriese a esa separación.”(Derrida, J. 1990, p.17)
En cuanto al hombre, pregunta Derrida: “Pero qué es eso propio del hombre? Por una parte es aquello cuya posibilidad hay que pensar antes del hombre y fuera de él. El hombre se deja anunciar a sí mismo a partir de la suplementariedad que, por tanto, no es atributo, accidental o esencial del hombre. Pues, por otra parte, la suplementariedad que no es nada, ni una presencia, ni una ausencia, no es ni una sustancia ni una esencia del hombre. Es precisamente el juego de la presencia y de la ausencia, la apertura de ese juego que ningún concepto de la metafísica o de la ontología puede comprender. Por lo cual, eso propio del hombre no es lo propio del hombre: es la dislocación misma de lo propio en general, la imposibilidad —y por ende el deseo— de la proximidad consigo; la imposibilidad y por ende el deseo de la presencia pura. Que la suplentariedad no sea lo propio del hombre, no significa solamente y de manera tan radical que no sea algo propio; sino también que su juego precede a lo que se llama el hombre y se extiende fuera de él. El hombre no se llama el hombre sino dibujando límites que excluyan a su otro del juego de la suplementariedad: la pureza de la naturaleza, de la animalidad, de la primitividad, de la infancia, de la locura, de la divinidad. La aproximación a esos límites es a la vez temida como una amenaza de muerte y deseada como acceso a la vida sin diferæncia. La historia del hombre que se llama el hombre es la articulación de todos esos límites entre sí.” (Derrida, J. 1967, p. 307)
Nada es inmediatamente. Nada está dado en la plenitud de la presencia, o en la identidad entendida como inmediatez de uno consigo mismo. Nadie puede decir “Yo soy” y concordar consigo mismo sin haber pasado ya por un proceso o movimiento de diferenciación con otro que, a su vez, tampoco es en sí mismo. El hecho mismo de que deseemos ser uno da la pauta de que no lo somos. Mas, por qué habríamos de desearlo? En favor de qué modelo de subjetividad?
No hay inmediatez en el sí mismo, tampoco retorno. Cuando Derrida habla del movimiento de la différance, cuando afirma que lo “propio de una cultura es no ser idéntica a sí misma”, o cuando señala los limites, las fronteras que nos trazan diferenciándonos para sólo entonces poder ser llamados “hombres” y no animales, ni divinidades, ni naturaleza, lo que está marcando, una y otra vez, es el desvío, el detour, la heteronomía, que “nos” conduce a “nosotros mismos” sólo desviándonos. Cuando Derrida señala no la negación de la identidad sino su carácter infinitamente diferencial, lo que está mostrando es que no hay uno consigo mismo sin que la supuesta ajenidad del otro no haya intervenido ya desde el principio y hasta el fin. A la identidad de “uno consigo mismo” no se llega, nunca. La identidad es un proceso de diferenciación que no termina y que perturba a la vez que constituye. De allí el tercer sentido de différance como diferendo: pólemos, guerra, conflicto.(Derrida J., 1968) La identidad es conflicto y el conflicto no puede eliminarse aboliendo la diferencia a favor de la identidad de uno consigo mismo. Hace falta decirlo?.
La tarea no es sencilla y perturba profundamente nuestro pensar de la identidad, del sí mismo, de la propiedad de lo propio y de las respectivas asignaciones, distribuciones y lugares que esta lógica implica. La tarea no es sencilla pero es urgente. Y lo es en más de un sentido. Si hasta aquí hemos pensado la diferencia a partir de la identidad, de lo que se trata ahora es de pensar la identidad a partir de la diferencia.
Pero seamos cautelosos e insistamos. Enunciaciones como las de Derrida suelen interpretarse apocalípticamente y abismalmente como si anunciaran el fin de la identidad. Tal es, por lo general, la primera reacción. Sin embargo, el mismo Derrida es contundente cuando afirma que “no se trata de no tener identidad”, de negarla o desecharla, sino más bien de destituirla en su pretensión de propiedad e individualidad señalando su “naturaleza” indefectiblemente diferencial. He allí la dificultad y lo no pensado aún. Y he allí lo urgente.
Lo vincular llama a la diferencia —a ese “entre”— al seno mismo de la identidad. Lo vincular, ese “entre” en el origen, nos recuerda que ser-con (Mitsein) es más originario que ser uno. (Heidegger M, 1927, p.149) Que tal fenómeno se haya visto eclipsado por la hegemonía del sujeto, la ambición del sí mismo y las lógicas y éticas respectivas de la propiedad y la individualidad es manifestación de una época y no estatuto de una esencia irreversible.
Todo pensar despliega una geografía, da (a) lugar. Hemos mencionado al principio que lo vincular como espaciamiento de producción entre no admitía ser representado. Ciertamente, tal imposibilidad se presenta como el mayor desafío. La misma imposibilidad indica, a su vez, que no podemos apelar a un concepto, una definición o un término (elemento aislable o aislado) que dé cuenta de qué cosa es lo vincular. Lo vincular, lo “entre”, justamente como espaciamiento de producción no responde a la abstracción de un concepto, ni a su idealidad. La espacialidad o lo que hemos llamado “espaciamiento”, para recalcar su carácter verbal y de producción, se vuelve clave aquí y exige una vez más una transformación del pensar.
Si diésemos una definición de este espaciamiento, si describiésemos sus propiedades (lo propio de este espacio) estaríamos universalizando su manifestación y estaríamos, a la vez, apropiándonos del fenómeno representacionalmente; es decir, no sólo como si lo viésemos desde afuera sino como si éste estuviese ya dado, dado allí a la percepción. Pero, la noción de espaciamiento y de producción indican justamente que eso no es posible. Este espaciamiento “entre” ni esta dado ni está en exterioridad respecto de un sujeto que lo contempla desde afuera.
Desafortunadamente no podemos profundizar aquí en el tema de la espacialidad pero nótese que, tradicionalmente, de Platón a Hegel, el pensar de Occidente ha valorado la invisibilidad de las esencias o la abstracción de los conceptos, la idealidad y la universalidad en detrimento de la visibilidad de las imágenes, la corporeidad y la singularidad. Un tanto esquemáticamente y no sin humor, podría decirse que el pensamiento contemporáneo ha preferido como bicho filosófico el paso rastrero de la garrapata a la visión cenital del búho de Minerva. Ha cambido trascendencia por inmanencia, abstracción por topología, historia por geografía. Ha abandonado el uno en favor de las multiplicidades heterogéneas. Como señala Marcus Doel, profesor del Departamento de Geografía de la Universidad de Loughborough, en específica referencia a Gilles Deleuze y Jacques Derrida, hoy “las bases de la espacialización postestructuralista pueden ser establecidas de manera simple: el elemento mínimo no es el encerrado y polarizado punto sino el pliegue abierto, no un Uno dado sino una relación diferencial, no un “es” sino un “y”. (Doel M., 2000, p.126) “Entre”, bien podríamos agregar.
Así, y a pesar de lo aparentemente estático, el espaciamiento de producción “entre” bien podría analogarse al trazado de una línea, una linde, una frontera o al de una pared concibiendo a ambos fenómenos justamente como fenómenos diferenciales de espaciamiento o de producción espacial y no como espacios dados factibles de ser representados.
Los dos fenómenos, la línea y la pared, aparentemente simples (no divisibles, uno) y estáticos en su constitución, son fenómenos espaciales de “producción diferencial”. Nada hay de simple ni de estático en ellos. Producen espacio, dan a lugar, sin ser ellos mismos “un” lugar o un espacio dados.
Veamos la línea. En rigor, si pensamos detenidamente, si prestamos atención a la producción y no al producto, si somos el trazo y no lo que mira, nos daremos cuenta que una línea nunca es “una” línea. Una línea, inevitablemente, se divide en el mismo trazado. “Una” línea “es”, si se quiere, doble borde. Una herida. Nunca hay, no puede haber, “una” línea, “una” frontera, “una” linde, indivisible. De allí su pólemos. Una frontera siempre es, desde su trazado, doble borde, doble vínculo, double-bind, en el origen. La indivisibilidad de la línea, suponer —y no sin consecuencias— que es “una”, sólo es efecto de la idealidad de un concepto —“la línea”— pero no de la producción de su trazado, su materialidad, su geografía. En su trazado, nunca hace una. Abre otra experiencia de espaciamiento que la abstracción del concepto no da. Abre otra lógica, una lógica (a)lógica. Dice Derrida al respecto: “Una línea indivisible. Ahora bien, siempre se da por supuesta la institución de semejante indivisibilidad. La aduana, la policía, el visado o el pasaporte, la identidad del pasajero, todo ello se establece a partir de esa institución de lo indivisible. Y por consiguiente del paso que tiene que ver con ella, tanto si se la franquea como si no se la franquea. Consecuencia: allí donde la figura del paso no se doble a la intuición, allí donde se ve comprometida la identidad o la indivisibilidad de una línea, la identidad consigo mismo y, por lo tanto, la posible identificación de una linde intangible, el pasar la línea se convierte en un problema. Hay problema desde el momento en que la línea de la linde se ve amenazada. Ahora bien, ésta se ve amenazada desde su primer trazado. Éste no puede instaurarla sino dividiéndola intrínsecamente en dos bordes. Hay problema desde el momento en que esa división intrínseca divide la relación consigo misma de la frontera y, por consiguiente, el ser-uno-mismo, la identidad o la ipseidad de lo que sea.”(Derrida J., 1996, p.29)
No hay resolución del conflicto para este pólemos. Negarlo no hace más que avivarlo. Siempre estamos siendo trazados: el visado, el pasaporte, los procedimientos varios de identidad, de identificación. Damos por sentada la institución de semejante identidad, como si ésta fuera dada y fuera “una” consigo misma. Y, sin embargo, cuánto más dada se supone más se agita el conflicto. Las fronteras no distribuyen identidades dadas. Su trazado las produce; mas, por ello mismo, las abre en el mismo trazado, las abre al otro inevitable, al otro lado de la frontera. Las difiere. No hay “una” frontera así como no hay “una” identidad. La identidad no es identitaria, es diferida. La línea, la frontera no es indivisible, la identidad en ella trazada tampoco. No hay identidad sin difrencia. No hay identidad sin pólemos. Querer simplificar, hacer simple, hacer uno ese fenómeno sólo trae más violencia. Nada más simple que la línea y sin embargo... “Tenemos tantas líneas enmarañadas como una mano. Somos tan complicados como una mano.” (Deleuze G., 1980, p.142)
El otro trazado, el de la pared, muestra quizá más claramente cómo, contrario a lo que solemos pensar, no hay espacio sin trazado; es decir, sin la inscripción de una diferencia. Dicho de otro modo, el trazado no se inscribe en un espacio primeramente dado. Pues qué sería ese espacio, pues? Es más bien la inscripción, el trazado, la traza lo que abre, hace espacio, “espacía”. Así, una pared, algo tan simple como eso, pone en evidencia más claramente cómo el espacio es efecto de una diferencia; es decir, cómo “el espacio es diferencial y no un fenómeno unificador”, como señala Marcus Doel. (Doel M., 2000, p.129) La pared así considerada, dinámicamente, en lo que traza, en lo que produce y no como una cosa dada en un espacio dado es, por decirlo de algún modo, espaciante.
Como con la línea, también podría preguntarse ciertamente si una pared es efectivamente “una” y si, como tal, divide el adentro del afuera, lo interior de lo exterior. Esta claro que una pared tiene inevitablemente dos caras, pero dos caras no como dos unidades separables (pensamiento de la identidad y del uno) sino como “dos” bordes que no hacen uno y que, tampoco, son “dos” en el sentido del “uno más uno”. Es la pared en su trazado, la que constituye un adentro y un afuera. La pared, más que espacio, es espaciante: Sin ser ella misma un espacio determinado —no es ni adentro ni afuera, es adentro y es afuera, a la vez; es exterior e interior, a la vez— produce espaciamiento.
Constituye, a la vez, el adentro y el afuera, lo interior y lo exterior. Mas es éste “a la vez” lo que tiene que ser pensado en su diferencia irreductible, diferencialmente y no representacionalmente.
Lo exterior y lo interior no preceden a la pared. No es primero lo exterior y lo interior, constituídos en sí mismos y, luego, la pared como diferencia entre los dos. Se ve claramente, y no podría ser de otro modo, que sin pared (sin “entre”) no hay lo interior ni lo exterior. Pero, justamente, por ello mismo, ni lo interior ni lo exterior son y se constituyen en sí mismos para luego, eventualmente, diferenciarse sino que, en rigor, son a partir de la diferencia. Interior y exterior son efecto de la pared, de la diferencia, del entre. No hay exterior ni interior sin pared; es decir, sin diferencia. Pero, entonces, la diferencia (que no es algo) precede, es condición. He aqui lo que perturba al pensar. Que la diferencia sea, por decirlo de algún modo, primera. Pero, diferencia entre qué y qué? Preguntará un pensar identitario, esperando lógicamente que la identidad preceda a la diferencia, como es debido. “Entre nada”, contestará un pensar diferencial. La identidad es efecto de la diferencia así como lo es el espacio.
Se entenderá ahora porque lo interior no se opone, entonces, a lo exterior así como tampoco lo exterior se opone a lo interior. Interior y exterior no son oponibles justamente porque no son en sí mismos, porque no son cada uno “uno”, por separado, aislables. Interior y exterior no pueden ser concebidos por separado. No hay uno sin el otro. No son lo mismo, son diferentes en el sentido en que “uno”, que no es tal, es lo diferido del otro, no su opuesto; y viceversa (double-bind). Exterior e interior se constituyen en la diferencia y no en la identidad consigo mismo.
Es necesario dar un paso más, aún. La consecuencia inmediata e irreductible de este movimiento de la diferencia, de la différance, del diferir, es que lo “interior” y lo “exterior” concebidos desde el “entre”, desde la pared son, por ello mismo, instituidos y destituidos a la vez. Es decir, ninguno es en si mismo. Ni es tampoco afectado por el otro como si éste viniese del exterior a amenazarlo. Los dos, (que no son dos unidades sino dos bordes), se instituyen a la vez que se destituyen inevitablemente desde la diferencia, desde el diferir. Ninguno cierra sobre si. Ninguno es en “si mismo”. El “sí mismo” está destituido. Así, si lo exterior perturba a lo interior es porque, paradójicamente lo interior está hecho, por decirlo de algún modo, de exterioridad y viceversa. (La ajenidad de lo propio, la propiedad de lo ajeno, decíamos en otro momento.)
La línea y la pared, los trazados y las lindes, las fronteras y los bordes, los “entres”, los medios, las “y” muestran y ponen en evidencia, la imposibilidad del si mismo y de la ajenidad del otro concebidos independientemente o en relación de exterioridad, uno respecto del otro. Muestran que el otro no viene a perturbar “me” desde el exterior de “mi mismo”. Lo perturbable, en todo caso, es la identidad. Mas, su perturbación no es accidental, es constitutiva y, por ello mismo, sin resolución. Como dice Derrida, “la línea se ve amenazada desde su “propio” trazado”. No hay identidad sin riesgo, sin peligro, sin “amenaza” de alteridad. La identidad, como la frontera, como la pared, se divide en su mismo trazado. La identidad no es un fenómeno de unidad; es diferencial y tiene al otro como co-institutivo (y des-titutivo, a la vez).
Luego, si la alteridad, la ajenidad, la extranjeridad, sigue siendo pensada como “ajenidad del otro” poco se ha logrado aqui en términos de vincularidad o de diferencia constitutiva. Pues, desde dónde —y desde dónde? es siempre la pregunta— puede pensarse “la ajenidad del otro” sino es desde “la propiedad, la mismidad del si mismo”? La expresión “la ajenidad del otro” habla todavía desde un sujeto que le da la bienvenida hospitalaria al otro como si ésta hospitalidad fuese un acto decisorio de su buena conciencia. Asi concebido, el otro sigue siendo prescindible, eventual, exterior, ajeno y la hospitalidad condicionada por la propiedad de un “en casa” propio, valga la redundacia, sea éste “en casa” un Estado, una Nación, una familia, o la identidad de uno mismo.
Habrá que pensar, y es urgente, una hospitalidad incondicionada tal como la propone Jacques Derrida.(Derrida J., 1997) Ésta no puede ser pensada “desde” la identidad propia, ni desde la propiedad de lo propio; sea la de una nación que da acogida al extranjero, sea la de un “en casa” que recibe a un huésped, sea la de uno que recibe a otro, sea, aún, la de un encuentro. Se trata más bien de pensar la hospitalidad incondicionada como una doble acogida, donde el anfitrión deviene huésped del huésped, donde “quien recibe” es tan arribante como ”aquel que, se supone, llega”. En el acontecimiento de la hospitalidad no hay propiedades que distribuir, hay más bien un constituirse y destituirse, a la vez e inevitablemente. No es la madre la que recibe al niño. Es el nacimiento lo que recibe a ambos. El nacimiento no es sólo del niño, en el sentido de que no le pertenece a él, no es lo propio “de” él en tanto “recién nacido”. Lo “recién nacido”, lo “arribante” —como lo llama Derrida a aquello que viene, a aquello por-venir— acontece a ambos instituyéndolos y destituyéndolos en la pretensión de ser uno mismo, de ser el anfitrión, el dueño de casa.(Derrida J. 1996)
Es urgente que la lógica del uno dé lugar a una geografía del “Y” o del “entre”. Deleuze es otro trazado de esta hospitalidad incondicionada. Tan sencillas como la pared y la línea son la “Y” y el “entre”. Tan sencillas y tan revolucionarias a la vez. Dice Deleuze de la “Y” y de la doble captura: “Un bloque de devenir ya no es de nadie sino que está “entre” todo el mundo (...) hacer pasar un bloque de devenir entre dos personas, producir todos los fenómenos de doble captura, mostrar que la conjunción “Y” no es ni una reunión, ni una yuxtaposición, sino el nacimiento de un tartamudeo, el trazado de una línea quebrada que parte siempre en dirección adyacente, una línea de fuga activa y creadora ...Y. .Y.. .Y” (Deleuze G.,1977, p.14) Dice Deleuze del “entre”: “‘Entre’ las cosas no designa una relación localizable que va de la una a la otra y recíprocamente, sino una dirección perpendicular, un movimiento transversal que arrastra a la una y la otra, arroyo sin principio ni fin que socava las dos orillas y adquiere velocidad en el medio.” (Deleuze G., 1980, p.29) No hay “entre”, no hay vínculo y, consecuentemente, tampoco identidad, sin este “arrastre”, sin esta destitución, esta perturbación y esta deriva.
Habrá que pensar, así, una dinámica de lo vincular o, mejor aún, pensar lo vincular dinámicamente, diferencialmente. Prestarle una “nomadología” como diría Gilles Deleuze.(Deleuze G., 1980) Los elementos aislados, los términos de una relación — el “yo” y el “otro”—, los lugares asignados, las distribuciones: interioridad y exterioridad, las propiedades y las ajenidades, no abren acceso a un pensar desde lo vincular, más bien lo obstaculizan. Proponer —no para adherir sino para experimentar— nociones como “agenciamiento colectivo”, “individuación sin sujeto”, “movimiento de la différance”, “y”, “entre”, etc.— invitan a pensar no “lo” vincular sino, más radicalmente, desde lo vincular.
[ii]
Bibliografía
Deleuze G., (1980) Mil Mesetas, Valencia, Pre-Textos, 1988
Deleuze G., Parnet C., (1977) Diálogos, Valencia, Pre-Textos, 1980
Derrida J., (1996) Ecografías de la Televisión, Buenos Aires, Eudeba, 1998
Derrida J., (1990) El Otro Cabo, Barcelona, Ediciones del Serbal, 1992
Derrida J., (1967) De la Gramatología, México, Siglo XXI, 3ra Edición, 1984
Derrida J., (1996) Aporías, Barcelona, Paidós, 1998
Derrida J., (1968) “Différance”, Margins of Philosophy, Chicago, University of Chicago Press, 1982
Doel M., (2000) “Un-Gluking Geography”, Thinking Space, Mike Crang and Nigel Thrift Ed., New York, Routledge, 2000.
Heidegger M, (1927) Time and Bieng, New York, Harper & Row, 1962
Tortorelli M., (2002) “Lo Arribante, Lo Por-venir”, Jornadas de “Adopción y Fertilización Asisitida”, ApdeBA, 12 Septiembre 2002
Tortorelli M., (2003) “Ethos: La Morada de lo Propio”, Terceras Jornadas de “Adopción y Fertilización Asistida”, ApdeBA, 30 Mayo 2003
[i] “Entre” recuerda la invención de Winnicott. Cuando Winnnicott dice “transicional” inventa un concepto. El mismo exige un otro modo de pensar. “Transicional”, justamente, no es representacional y como tal desafía toda una lógica. Lo transicional, sea un espacio, un fenómeno o un “objeto”, exige evitar las polarizaciones —adentro, afuera; yo no-yo— para “dar” lugar. Como el “entre” —una simple alusión— lo transicional, en su “ir y venir” tampoco admite localización ni apropiación alguna. Lo transicional no es “de” uno ni es “del” otro, ni puede ser pensado desde uno u otro término de la relación.
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